¡Intensas, monotemáticas, paranoicas, reinonas, excesivas, expansivas, unías!  Nuestros mundos proliferan desde la tinta de Lemebel hasta la furia travesti de Diana Sacayán. Desde el hartazgo, el cansancio, el agobio y el fracaso es que damos lugar a esta escritura parda y reactiva. Un manifiesto contra la chatura heterosexual.

 

No queremos comprender a nadie más que a otra cuerpa par. Nuestros cuerpos son toda la experiencia que necesitamos (qué intensas, qué monotemáticas, qué paranoicas, qué reinonas). Nuestra paridad no es con lo humano, sino con lo mutante, la anomalía, la errancia. Hacemos micelio: cómplices fúngicas, nuestra potencia es descomponer los elementos de la chata vida que nos tiran como basura. Sus cuerpos mayoritarios son la decadente promesa occidental, una descomposición asegurada. Para nosotras nunca fue una opción seductora: se disponen a extraernos cuando una palabra le es arrebatada, compartida o curada por nosotras. Así nos anunciamos hartas de toda posición de enunciación mayoritaria, edípica, universal. De que siempre la voz esté de su lado y encima nuestro. 

¿De qué lado queda la culpa? Una se enoja, las mayorías revolean angustia (cual palos de yutas) y la culpa se hace amiga de ruta. ¿Existe acaso mecanismo micro – aleccionador más atrozmente molecular? Ni el derecho al desprecio o incluso a ejercer la locura se nos está permitido. Si habilitamos esos espacios se nos acusa de ejercer violencia, o de ser autoritarias, narcisistas. Estamos hartas del mecanismo de culpa como método aleccionador, de que nos pidan moderación, medida, pero que quienes paguemos el costo de la diferencia seamos siempre las mismas.

Lo que no entienden es que desbordamos todas las categorías: somos excesivas, expansivas y claro está, sus enemigas. Poder rechazar es una ética de interlocución. La discusión es un gesto de ternura. Habiendo sido ignoradas, tenemos sabiduría corporal, sabemos qué significa aquello. Discutirnos es ponernos en el mismo eje. ¡Ay, si les cuesta! Porque estamos cansadas de personas cis heterosexuales que nos expliquen cómo vivir, lo que suponen son nuestras vidas,  y, para colmo, tener que velar por su posada fragilización.

¿Cómo pueden atreverse a amordazarnos con su moralina sobre el mejor vivir / trabajar / habitar un territorio? (Como si no supiésemos que el trabajo -tripalium- es un método de tortura). Si nos enojamos, nosotras somos las violentas. ¡Ay, pero ellos! Todo por nuestro bien, asqueroso paternalismo discursivo. Dispositivo de pensarnos locas, desubicadas, paranoicas. No se equivocan, ahí está nuestra potencia: en la fuga. Porque ya estamos podridas de que no haya un mínimo gesto de interlocución con los cuerpos minoritarios, que no sea sin el afán de cristalizarnos en su ciénaga. O dígase incluir en su fétida normalidad.

¿Cómo habitar un territorio? A veces cansa, molesta, agota. ¿Cedemos territorios? ¿Los disputamos? ¿Cuánto aguantan los cuerpos? ¿Cuánta vitalidad puede un cuerpo desde la furia? Si el silencio es un cuerpo que cae, ya nos caímos hace rato. El inframundo es nuestra cama. Somos soberanas, no reinitas que no saben nada de coronas. No disputamos tiaras de plástico. Gobernamos territorios, lugares de enunciación. Nuestras coronas se componen de la injuria que nos hizo nacer marcadas, golpeadas, apuradas por esas mismas palabras que supimos desgarrar del sentido: ya no es más hiriente, es nuestra potencia. Porque ya sabemos que bajo la  el “yo digo lo que pienso” se ejerce el poder de las maneras más crueles y sutiles; como si el pensamiento no fuera cuerpo, un problema de población, de disputa, de veintiochos de junio.

Su incomodidad nos genera placer (wellcome a lo displacentero), sus berrinches son la opacidad de este mundo tan poco encantador, tan poco atractivo, tan dotado de nada. Desde esa chatura operan con su hambre de poder, de atención, de reconocimiento. Con ella producimos miles de mesetas, un plano de consistencia: una superficie de placer. Ya sabemos y estamos hastiadas de tener que comprender sus formas, su estética bodriosa. En cambio la nuestra es neobarrosa. Somos odiadoras seriales: nuestra lengua no solo es karateka, es una rabiosa caricia de faca.

La escena es patética, pero no por ello deja de ser cruenta. Siempre llamados a una moderación, siempre denunciados por dramatizar o polemizar «demasiado» nuestras vidas, a exagerar sobre lo que nos toca. Pero bien que les sirven nuestros conjuros: ser nombrados en sus círculos sociales, en sus mesas académicas, en sus flyers, en su glitter holográfico de plástico y aluminio, de pésimo gusto. Nos declaramos agobiadas que cuando armamos espacios de refugio, de reparo, los violenten mayoritariamente diciendo no tener voz, exigiéndonos ceder, renunciar, consentir. Por eso nos exiliamos, devenimos apocalípticas, al margen, obscenas del pensamiento. 

Cafishean nuestras existencias y es insoportable. No reparan que tenemos la potencia de un virus: nuestro parentesco vampírico es el contagio. Es nuestra decisión con quién componer nuestro mundo. Porque ante su constante colonización le oponemos una decolonización… de su colón.

Van a tener que pagar. Paguen por nuestras palabras, por nuestra existencia. Paguen con sus silencios. Su incomodidad es justa, pero no nos interesa hacernos cargo de la misma. Hacemos público nuestro agobio, que nos pidan paciencia y comprensión, cuando nunca la tuvieron con nosotras. Más bien, preferimos revolcarnos furiosas como puercas en su incomodidad.

 

Texto: Sebastián Cañete, Lucas González, Erik Navarro Cnobel.

Foto: Boriss