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Confesiones de un abstemio del fútbol

A tres meses del evento deportivo y la fiesta popular más importante de la historia reciente… y hay gente que ni sabe cuántos jugadores entran en la cancha. ¿Cómo vive un mundial un argentino al que no le interesa el fútbol? ¿Y qué lecciones puede dejarle para potenciar la resistencia contra el avance necrótico de la derecha?

El día que se murió el Diego dejó una marca en mi vida. Hasta ahí, cero originalidad. Pero tal vez haya algo en la marca que vale la pena ser contado para agrietar narrativas homogéneas y pensar la periferia de nuestras acciones políticas. Paso a explicar: a lo largo de los casi cuatro millones de kilómetros cuadrados que componen la Argentina existe un número incierto (pero no diminuto) de individuos que no tienen la más puta idea de lo qué es el fútbol. Nunca fueron a la cancha. No se saben ninguna canción. No entienden el offside. Escriben “var” con b. No pueden (muchas veces, a pesar de sus más honestos y nacionalistas intentos) engancharse con un partido, correr una pelota o emocionarse con un torneo. No vienen de una casa futbolera. Carajo, a veces ni saben si son de algún equipo o no. Muchas veces atraviesan distintas etapas durante su crecimiento: disimulan, intentan, rechazan, se desinteresan y, finalmente, devienen en férreos anti-futbol o (más seguido) ensayan un par de respuestas socialmente aceptables para hablar con conocidos y tacheros. Yo vengo de una de esas casas, yo soy una de esas personas. En un país donde “no saber de fútbol” suele significar que no sos bueno en la cancha, o que no te sabés de memoria la formación de Racing del 67’, puede ser una novedad enterarse que a un número considerable de personas no les interesa el fútbol. Caminan entre nosotros sujetos que no han visto un solo partido de Rusia 2018. Algunos hasta escriben estas cosas. 

Cuestión que cuando se murió Maradona yo comprendí que había pasado algo importante para mi país. Porque, entiéndase: que no te interese el fútbol no necesita implicar que vivís en un termo (…ese mérito viene aparte). Yo me daba cuenta de que alguien muy querido y muy significativo había fallecido. Alguien que era una figura pública, influyente. Lo que no captaba era que, en realidad, no estaba entendiendo absolutamente nada de lo que estaba pasando. Creo que el punto de inflexión no fue la millonada de gente yendo al obelisco, o los imprevistos tours turísticos a la Casa Rosada. Tampoco fueron los homenajes en Nápoles o en varios países sudamericanos (aunque estos me empezaron a sembrar dudas). Creo que el punto de inflexión fueron las imágenes de un loco pintando un mural del Diego en unas ruinas de Siria. En un lugar desértico, arrasado por un conflicto geopolítico devenido en guerra civil, un tipo que tenía que pelearla para conseguir cada recurso… ¿pintaba un mural? ¿del Diego? Desde vaya a saber dónde una vocecita se filtró en mi cabeza: “che, me parece que te estás perdiendo de algo acá”. Algo que, en realidad, no tenía que ver con el fútbol o con el Diego en sí mismos, pero que se manifestaba en ambos. No lo sabía entonces, pero me empezaba a percatar del poder de una mística que estaba, para mí, oculta hasta entonces. 

Pasamos al 2022 y la cara de sorpresa de mis amigos cuando les insisto para juntarnos a ver los partidos del mundial que está por comenzar. Invento excusas, fabrico cábalas, me hago el boludo. Finalmente, lo blanqueo sin vueltas: “esta vez quiero ser parte”. ¿Parte de qué? En una milonga, un amigo se quejaba de otro flaco: “Odia este país y no bailó cumbia nunca en su vida”. Parecemos estar en un momento bisagra donde vemos el retorno de viejos demonios que creíamos superados. Junto al avance de las derechas y su infinita batería mediática, se repiten en las calles narrativas de hartazgo y putrefacción. Gente que nunca ha pasado hambre, que pudo elegir sus oficios, ¡algunos con sueldos privilegiados y/o que heredaron techos!, quejándose de la infinita adversidad del territorio. Una Argentina que (supuestamente) no te da absolutamente nada y te saca absolutamente todo. Un campo de constantes batallas entre ruinas derruidas. Ruinas sin murales. Desde las trincheras aliadas se ensayan discursos sutilmente moralizantes: son cipayos, ortivas, llenos de odio. En muchos casos tienen razón. Pero quiero pensar que en otros casos, en un número incierto (pero no diminuto) de casos, simplemente se peca por ignorancia. Que existen personas sin “opiniones formadas”, para la cual el país tal vez sea poco más que el trasfondo de su cotidianidad. Gente que consume acríticamente el discurso prefabricado de los militantes de la frustración y a la que se le ha enseñado que no hay ningún valor, ninguna mística, ningún fruto en este edén de los desplaceres. Y, también, gente cegada a sus propios deleites cotidianos por la cacofonía constante de infortunios mediatizados. ¿Cómo no esperar que estas personas miren hacia afuera buscando la promesa de un desconocido perfecto? Pero más importante, ¿cómo sacar las vendas, encandilar los ojos, valorar lo que estuvo siempre a la mano? ¿cómo invitar a esos cuerpos aterrorizados y defensivos, refugiados en el exilio de sus soledades individuales, a la liminalidad de cumbias y carnavales, de milongas y asados, de artes, logros y conquistas? Obviamente no alcanza, obviamente no es suficiente. Pero una narrativa del vitalismo popular va a ser necesaria para enfrentar el necrotismo que alimenta los proto-fascismos. Y esa narrativa no puede seguir permitiéndose la dicotomía solapada entre los que la vieron y los que no, los que saben y los que no. Tiene que invitar al profano, erotizar al indeciso, empatizar con el temeroso. Tiene que abrir la cancha. 

Montiel la clava al ángulo izquierdo y el Bar Británico explota en celebraciones, saltos y arengas. Me abrazo con personas que no conozco y no voy a volver a ver en la vida. Hay gente llorando, gente rezando, yo estoy en estado de shock. Tengo la garganta cansada y la vista nublada después de la mejor y más sádica final en la historia del fútbol. Nos vamos hasta el Obelisco bailando, cantando, escabiando, sumándonos a comparsas. Vamos a quedarnos hasta la noche, celebrando entre millones. Y entre esos millones voy a detectar (uno aquí, otra allá, esos dos de la esquina) decenas de personas disimulando la novedad de un entusiasmo hasta entonces desconocido. Gente que espera a que se apacigüen los bombos para susurrar con algo de vergüenza: «pasa que en realidad no soy muy futbolerx»…antes de volver a zambullirse en festejos y algarabías. Seres que descubren nuevas potencias vitales en pleno tiempo de descuento.

 

Foto de portada: Facundo Nívolo

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