Si el aislamiento y el exceso de digitalidad del 2020 han dejado a medio mundo preguntándose “¿qué estoy haciendo?”, la música de Ramón Ayala nos ayuda a abrir la puerta del encierro interior. Hoy, día de su cumpleaños 94, lanzó un nuevo disco.

Cuando el pombero silbe no te des vuelta. Eso me enseñó mi amigo, con una mandarina en la mano, subido a la rama de un árbol, cuando el tren terminó de pasar y el eco despertó a los perros y en el barrio todos pensaron, alcanzando el último mate: “el tren”. Años después, muchos años, una madrugada naranja, cuando la provincia se vuelve infinita, nos silbaron y me acordé. Pero a esa altura de la vida y, sobre todo, a esa altura de la Ruta 4, con todas las pollerías cerradas, sin nadie que pudiera venir de ningún lado, para qué iba a mirar. Si ya todo era distinto. Distinto como ahora no. Pero distinto. Ahora sí todo es muy distinto, ahora le seguimos diciendo “el año pasado” a 2019. Ahora estamos -todos- en otra. 

La hermana de mi amigo, que andaba siempre con nosotros, es policía. La distancia que va de la rama del árbol a la comisaría, ¿cómo la medimos? La distancia que va de la rama del árbol a la ansiedad de la pantalla, ¿cómo la medimos? Hay una palabra que no entra en el algoritmo: piedad. Hay un cantor que hoy, justo hoy, cumple 94 años vadeando la piedad que el mundo regala: Ramón Ayala, misionero, 1927, 300 canciones firmadas, entre ellas “El Mensú”. El día de su cumpleaños lanza un disco de inéditos y estrenos, “Monte Adentro”.

Una infancia para la humanidad

La obra de Ramón, o mejor, su delta, comenzó a abrirse, casi casi, hace 100 años. Mucho antes de que su primer disco, El Mensú, colaborara en poner a Misiones, a su magia y su horizonte, en el mapa del folklore latino. Entrar en ese delta, con canciones como El Cosechero o Alma de Lapacho, es desandar el camino que va, justamente, de la rama que domina el barrio a la pantalla que domina nuestras horas de sueño.

Parados en este año que inaugura el futuro del mundo, encontramos esta música como un camino de texturas, sonidos y  sensaciones que desemboca en la infancia de la humanidad. Infancia como un momento de manifestación de la esencia. Esa esencia que viene del entorno, del diálogo con los elementos. Así han surgido, por ejemplo, la chacarera, el chamamé, la tonada, el huayno. Como medida del tiempo. Pero también del espacio. Geográfico e interior.  

Como siempre, se vive la infancia y después, llega un tiempo, cada uno y cada una sabe cuál, en el que el mundo parece convertirse en un espejo que sólo nos deforma. No hay imagen –ni idea ni futuro– que pareciera poder escaparle a ese filtro que consume el valor de lo que somos. Cerati dice: me pondré mi uniforme de piel humana. La obra de Ramón permite vivir esa piel sin uniforme. Gelman dice: recuerdo la fecha pero no el día en que nací. Ramón nos ayuda a recordar ese día. Su música lo ha hecho durante más de 70 años. 

Monte Adentro es una reinterpretación de esa esencia humana. Con silencios, pájaros tras las guitarras, ritmos que tienen la cadencia del río, noches de agua y lumbre en la oscuridad.  Si el aislamiento y el exceso de digitalidad del 2020 han dejado a medio mundo preguntándose “¿qué estoy haciendo?”, esa música nos ayuda a abrir la puerta del encierro interior.

Feliz cumpleaños Ramón. Y Gracias. Has dejado abierta para siempre esa puerta, una que va hacia la esencia de cada uno y cada una. Eso nos ayuda no sólo a no perdernos,  sino a ver, a esta hora de la vida, lo cerca que está la coherencia de la posteridad. Y a no darnos vuelta, de noche, cuando nos silben.