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Cyborg-pungas de datos

Algoritmos, big data, compras por internet: el futuro llegó hace rato y nos acompaña en nuestras actividades más personales y cotidianas. La intrusividad de la tecnología en nuestra existencia es algo de lo que ocuparnos y más vale entender cómo funciona, para que la Inteligencia Artificial no se pase de lista. Consumo digital y privacidad.

 

Es sabido que como consecuencia de la consolidación de la sociedad de la información nuestra vida se desarrolla en gran medida en línea. Internet ya no es sólo un medio de comunicación donde expresarnos e informarnos, sino un espacio donde desarrollamos nuestra vida diaria.

Ahora bien, ¿cómo adquirimos los bienes y servicios necesarios para el desarrollo de nuestra vida? Lo hacemos a través del consumo, el cual hoy es mayoritariamente digital, y por ende, estructurado por Inteligencia Artificial.

Antes de avanzar, creo importante resaltar que el consumo no es meramente el hecho de adquirir bienes o servicios sino que debemos concientizarnos de que poder acceder a ellos es un derecho humano en tanto nos permite el disfrute de nuestros derechos más esenciales, tales como el derecho a la vida, a la salud, a la seguridad, a la libertad de elección, a la protección de los intereses económicos, entre otros. 

John McMarthy, uno de los fundadores del término, definió Inteligencia Artificial (IA) como todo proceso que procura hacer que una máquina se comporte de formas que serían llamadas inteligentes si un ser humano lo hiciera. Lasse Rouhiainen sostiene que la IA refiere a la capacidad de las máquinas para usar algoritmos, aprender de los datos y aplicar lo aprendido en la toma de decisiones. En síntesis, la IA abarca todo sistema que recolecta, observa, analiza, selecciona, recrea, y transmite datos como lo haría un ser humano, pero de manera automatizada.

Cuando hablamos de algoritmos nos referimos a todo conjunto de pasos, series, instrucciones o procedimientos informáticos que permiten hallar una solución para resolver un problema. 

Llegados a esta instancia, resta preguntarnos: ¿cómo encuentran estas soluciones? Lo hacen juntando información que sin darnos cuenta regalamos diariamente al navegar en la web. ¿Cómo recopilan esta información? Para responder haremos referencia a dos tipos de recolección y procesamiento de datos complementarios que persiguen el mismo objetivo: transformar grandes cantidades de datos en información útil.

Por un lado, el Big Data, es decir, el almacenamiento de grandes cantidades de datos y los procedimientos usados para encontrar patrones repetitivos dentro del conjunto de datos que circulan en la red.

Por otro lado, el Data Mining, o minería de datos, que refiere al conjunto de técnicas y tecnologías por las que se exploran las bases de datos para descubrir patrones o tendencias repetitivas que explican el comportamiento permiten predecir resultados. En otras palabras, podemos decir que este procedimiento implica el procesamiento de toda información para convertirla en datos útiles para las necesidades y los requerimientos de las empresas.

Además, cabe resaltar que los algoritmos tienen la capacidad de aprender de esta información. Este aprendizaje se conoce como “machine learning” o, en desarrollos más avanzados, “deep learning”, cuando emulan el funcionamiento de una red neuronal.

A partir de lo dicho, ya se puede ir imaginando de cuánto interés son estas tecnologías para toda empresa que quiera vendernos un producto o servicio, por su capacidad de algoritmizar datos de quienes nos encontramos del lado de afuera del mostrador, a fin de inducir, manipular o modificar su voluntad durante la navegación permitiendo a las empresas conocer a sus potenciales clientes, atraer más y fidelizar a quienes ya lo son agrandando la brecha de poder e información por sobre la debilidad estructural de estos últimos. En concreto: segmentación, patrones de conducta, predicción de comportamientos, productos fabricados a medida. 

Al ingresar a una web, permanecer determinado tiempo, poner like a un producto, buscar un lugar en Google maps, escuchar cierta música, seguir una página en Facebook, escribir en el buscador o descargar la aplicación para editar fotos o producir stickers aparentemente más inofensiva del mundo, entre otras miles de actividades que cotidianamente realizamos, regalamos una gran cantidad de datos, entregando la capacidad de descubrir hasta el más mínimo detalle de nuestras vidas. Dejamos una huella digital sobre nuestras preferencias, hábitos de consumo y patrones de conducta las veinticuatro horas del día durante los trescientos sesenta y cinco días del año, convirtiendo nuestra identidad, nuestra privacidad y hasta nuestra imagen personal en una mercancía más.

Así es que de manera constante, y cada vez más sorprendentemente, nos topamos con anuncios y ofertas perfectamente orientadas a productos que acabamos de buscar en alguna plataforma o mencionado en un correo electrónico o en un mensaje de WhatsApp. Los algoritmos nos están vigilando en todo momento, interpretando nuestros movimientos, reaccionando ante nuestras acciones, creando nuestro perfil digital y actualizándolo en base a nuestras decisiones diarias.

Nuestro perfil digital, constituído por el cúmulo de datos que vamos depositando en internet, se crea a nuestras espaldas, sin que tengamos ni noción de su existencia ni de la información que lo compone. Así, la manipulación algorítmica interfiere en nuestras preferencias de consumo en beneficio de las empresas porque a partir de estos perfiles se encuentran capacitadas para dirigir acciones específicamente a cada persona perfilada digitalmente en el momento y lugar preciso, y todo esto sin contar la instrumentación político-electoral de esta información, como ha sucedido, cabe recordar, en el famoso caso “Cambridge Analítica”, por poner un solo y archiconocido ejemplo.

Esta situación no sólo pone sobre la mesa una grave violación a la privacidad e intimidad, sino que también afecta el acceso al consumo por manipular y dirigir la voluntad y acrecentar la asimetría informativa y técnica existente entre proveedores y personas usuarias de productos y servicios. Es que las empresas cuentan con muchísima más información que quienes consumimos, no sólo sobre el propio producto o servicio que ofrecen, sino también sobre gustos y preferencias, e incluso generando deseos y necesidades.

Nos encontramos en una posición doblemente débil frente a estas tecnologías automatizadas que tienen acceso a una gran cantidad de datos que les permite enmarcar el entorno de elección e información que encontramos disponible. Así, somos bombardeades con anuncios que tienen altas probabilidades de desencadenar una compra o contratación.

En la gran mayoría de los casos, las empresas recopilan información que las personas no están voluntariamente dispuestas a brindar, pero que les es exigida como “contraprestación” por los contenidos digitales que reciben. En muchas oportunidades esos acuerdos para el procesamiento de sus datos personales son paradójicamente llamados «política de privacidad», como síntoma de la falta de transparencia en este tipo de contratación.

En esta sociedad digital, donde prácticamente todo lo hacemos sin contar con la debida información y con la necesidad imperiosa de soluciones instantáneas, no podemos pretender que se nos exija una mayor reflexión para transitar por la red porque sería incluso contrario a lo que se espera de la misma. 

El uso de Inteligencia Artificial es una realidad ambivalente: por un lado, no podemos negar sus numerosos beneficios potenciales en diversos aspectos de nuestra vida; por el otro, no podemos obviar sus riesgos y peligros.

Por ello, pensar al consumo como derecho humano en el marco de una sociedad digital implica entender que no se trata de un ideal, sino en una obligación real y progresiva de impulso y adopción de toda política pública destinada a garantizar tanto el acceso a Internet como a la protección de nuestros derechos dentro de la red misma, tales como la privacidad, la seguridad, la libertad de expresión, la igualdad, entre tantos otros derechos fundamentales. Ello en virtud de que el objeto de tutela del derecho del consumidor no es el mercado sino los sujetos que actuamos en él. 

En consecuencia, no podemos dejar el ejercicio de nuestros derechos humanos librados al “laissez-faire” del mercado digital creyendo que todas las personas estamos informadas sobre las herramientas tecnológicas utilizadas por las empresas y entender que es libre, voluntaria, informada y sin condicionamientos nuestra decisión cuando hacemos un click en un recuadro de términos y condiciones en una web o una app.

Mientras los cambios tecnológicos se gestan, cada día con mayor celeridad y precisión técnica, urge que el derecho construya las respuestas jurídicas necesarias para que la ciudadanía acceda al consumo digital en condiciones dignas. Pero mientras la regulación no llega, es necesario que tomemos conciencia de la realidad digital y cuidemos más que nunca nuestros datos, nuestra información y, por ende, nuestra libertad.

 

Portada: Inteligencia Artificial + Inteligencia Humana

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