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Eli y su hermano autista

La tradicional discursividad obligacional de los derechos y deberes muestra la hilacha si nos inclinamos en una tarde de otoño a ver lo que pasa en una comunidad afectiva real. Frente a las leyes, nos dicen, todos somos iguales. Cara a cara, sin embargo, la reciprocidad se refunda en una nueva norma a partir de la diferencia y el poder constituyente de la afectividad y del cuidado. El vínculo de hermandad como el germen histórico y prospectivo desde donde hacer florecer un nuevo tipo de lazo social. Hasta dónde somos responsables por las vidas de los demás en la gran familia humana y no humana.

 

Me gusta mucho el otoño porteño cuando empieza a bajar la temperatura. El sol acaricia, ya no pega trompadas como en febrero, y cuando me da en la cara se siente como el olor a sopa en el pecho. Me gusta mucho la variación del color de las hojas que se están por caer y oír el crujido en el piso cuando piso las que ya se cayeron. El otoño es hospitalario con mi perfil sensorial, el mundo se pone menos estridente, no me duele la cabeza cuando ando por la calle y la misma ciudad que en el verano me enfurece ahora hace que la ansiedad me traspase y siga de largo por la vereda en lugar de chocarme de frente. Una mañana así, este mayo, me topé en la puerta de mi casa con un memento mori tirado en la vereda entre las hojas amarillas: un diario (no sé cuál, no quise tocarlo) doblado justo en la página que tenía una nota titulada “¿Qué será de mi hijo con discapacidad cuando yo muera?”. La brusquedad del encuentro quedó amortiguada por la condición otoñal de esa mañana, un paragolpes que me permitió moverme desde la angustia inmediata hacia la reflexión.

A veces siento que si me muevo demasiado el mundo en mis hombros saldrá rodando para parar en alguna alcantarilla, como en el poema de César Vallejo pero no tan tremendo (una alcantarilla sigue siendo mejor que el hueco de una sepultura). Otro poema favorito, esta vez de Carlos Drummond de Andrade, dice en un momento: 

Teus ombros suportam o mundo
e ele não pesa mais que a mão de uma criança.

La mano de Galileo pesa más que el mundo entero. Eso pensé por un tiempo. Pero la sensación de ser imprescindible es, además de inapropiada respecto de lo real, irreconciliable con la finitud y por eso me (nos) resulta tan insoportable. Lo que sigue es el modo en el que pude desvanecerla.

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La preocupación por la sobrevida y la supervivencia de ls hijs discapacitads que no alcanzaron ni alcanzarán un cierto umbral de autonomía e independencia (debería ponerles comillas a estas dos palabras) en toda su vida es, entre otras cosas, evidencia de que sabemos que el mundo sigue ahí después de nuestra muerte. La Tierra sigue no solamente girando, no simplemente existiendo, sino eminentemente haciéndonos demandas éticas. No estamos delirando si sentimos que esas demandas éticas del futuro que nos hacen responsables por una realidad en la que no vamos a existir matizan el modo en el que nos hacemos cargo del presente. La obligación del futuro no es algo que no podremos jamás cumplir —es, por el contrario, la proyección normativa en el tiempo de nuestras acciones, omisiones y deberes del presente. Es por esto que saber de nuestra propia finitud refuerza la conciencia del carácter pasado-presente-futuro de nuestras tareas y acciones durante nuestra vida.

Nuestra finitud arroja, así, una luz necesaria sobre la estructura básica de la acción humana como interacción con y en un mundo en el que no controlamos ni las condiciones iniciales a partir de las cuales actuamos ni las consecuencias de lo que hacemos individual y colectivamente. Lo que hacemos y lo que no hacemos inevitablemente se prolonga en el mundo mucho más allá de nuestras acciones y de nuestras intenciones y eso hace que las condiciones objetivas en las que existimos estén entramadas de demandas éticas y políticas. La condición estructuralmente injusta del mundo que hicimos sin querer y queriendo nos responsabiliza a todas las personas, claro que de diferentes modos, pero a todas nos llama a hacer algo.

Esta normatividad inmanente no se parece en nada a los órdenes normativos opresores, como el capacitismo, el racismo o el sexismo, creados para amoldar subjetividades y corporalidades a las necesidades del capital. No es la norma “ser buena madre” (la Madre Buena es una sola, como toda norma mítica) ni los castigos que nos depara “ser malas madres” (todas somos malas madres; se puede ser mala madre de infinitas maneras) lo que me responsabiliza por la vida de Galileo. De hecho, entender el tipo de responsabilidad que tengo/tenemos por las vidas de las personas que no pueden realizar tareas de autocuidado por sí mismas en contextos tan capacitistas, clasistas, racistas y sexistas como los nuestros es una de las claves para desmontar todo el andamiaje de esos órdenes normativos tan injustos. También, de paso, entender la responsabilidad que nos cabe a cada quien nos permite deshacernos de la culpa inmotivada y, en lugar de ahogarnos en la parálisis de una angustia innecesaria, hacernos cargo colectivamente por los presentes y los futuros, asumiendo la demanda ética de los pasados.

Una buena noción de responsabilidad por las vidas de las otras personas y por las generaciones futuras tiene que hacer otro trabajo más: el de no desagenciar ninguna vida, no quitarle protagonismo epistémico, ético, político y sobre los destinos propios a nadie. Cuidar es una tarea que tiene que cumplirse de modo tal que la vida cuidada (de animales humanos y no humanos, vidas vegetales, la vida del planeta, todas las vidas) no pierda nada de su dignidad en la relación de cuidado. La dignidad es, como enseña el giro de ls zapatistas, rebelde, no es sumisa ni pasiva.

Parece difícil y denso vivir la responsabilidad por los cuidados de esta manera, pero creo que hay un par de claves que nos ayudan a responsabilizarnos así y, al mismo tiempo, vivirlo sin ansiedad ni angustia. Una de ellas es que todo verdadero cuidado es cuidado mutuo. Otra, que independencia y autonomía son dos cosas bien distintas que no quieren decir lo que pensamos en general cuando se dice que alguien “no tiene autonomía” o “no es independiente”.  

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De quienes no pueden ya no únicamente trabajar sino incluso moverse por el espacio público con seguridad o atender a sus propios cuidados corporales decimos que les faltan autonomía e independencia. En el lenguaje ordinario e incluso en la filosofía las palabras “autonomía” e “independencia” suelen usarse de manera intercambiable, pero esos usos son incorrectos. Sobre todo, es incorrecto su sentido más difundido, el de entenderlas como si fueran atributos de los individuos recortados de sus relaciones comunitarias, sociales y con el resto de las vidas.

Autonomía significa, en su definición filosófica básica, que una persona se da a sí misma su propia ley. Refiere, entonces, a una relación de autoría respecto de algún orden normativo. La autonomía es un modo de relacionarnos con los deberes y derechos que tenemos y podemos tener. No implica conceptualmente crear leyes ex nihilo, de la nada, desde la más absoluta espontaneidad. Dar leyes para ningún lugar no tiene sentido. Además, toda ley es, por definición, comunitaria. No existen leyes individuales. “Autonomía” es, entonces, la capacidad de participar en pie de igualdad en la creación de un orden normativo y colectivo (normativo y colectivo: qué redundancia) cuya función es garantizar que nuestros deberes y derechos sean recíprocos. Que nadie quede sin sus derechos garantizados implica que nadie debe quedar sin deberes que cumplir. En el poema que luego se convertiría en el himno socialista “La internacional”, Eugène Pottier escribió:

La igualdad quiere otras leyes:
“No derechos sin deberes”, dice,
“Igual, ¡no deberes sin derechos!”.

Autonomía es, entonces, la capacidad de formar parte de una comunidad que produce aquellas leyes, escritas o no, por las que podemos repartirnos las tareas necesarias para el cuidado digno de la vida sin que eso implique la explotación de nadie. En un mundo en el que las tareas de cuidado de la vida, desde los cuidados de las personas enfermas hasta la limpieza del espacio público, pasando por las tareas de reproducción de la vida en los hogares, recaen de manera abrumadoramente unilateral e impuesta sobre los hombros de personas racializadas, generalmente mujeres, empobrecidas y a quienes se paga poco o nada por hacerlas, esa autonomía no está garantizada: hay un desbalance muy injusto entre deberes y derechos en el cuidado, como en todo lo demás. Tampoco las personas que necesitan de cuidados especiales para vivir tienen un rol protagónico en la creación de las normas del cuidado, de modo que tampoco ellas tienen garantizado el derecho a regular y decidir sobre sus propios derechos y deberes. Esto es así respecto de los órdenes normativos injustos. En ellos pocas personas son realmente autónomas y quizás ahí radique la razón de toda injusticia. Pero hay un sentido en el que Gali y muchas personas discapacitadas son autónomas. Me refiero a la manera en la que generan una nueva normatividad por medio de reciprocidad de cuidado en sus relaciones con quienes ls cuidan. 

Veo esa reciprocidad, que es afectiva y mucho más que afectiva, entre Gali y sus terapeutas, acompañantes, maestras y trabajadores de su escuela, entre Gali y miembros de su familia, entre Gali y su papá. Nadie se va con las manos vacías después de cruzarse con Gali en su vida, nadie queda igual. Pero esta reciprocidad la veo más que en ningún otro vínculo en la relación entre ls hermans Eli y Galileo. 

Eli, a quien parí hace 11 años, es una persona que se relaciona con el mundo en el modo del cuidado por default. Cuidar, proteger, dar amparo, aliento y solaz es su manera principal de existir —a veces me preocupo por su felicidad, pero no sólo Eli es feliz así, sino que su cuidado siempre le devuelve el cuidado de las otras personas y este es el secreto de la felicidad. Eli y Gali se encontraron en la hermandad a través de mí como su mamá y es difícil pensar que esto fue pura casualidad, que no hay nada cósmico operando aquí. No creo que haya nada cósmico dando vueltas en esta relación de hermandad porque soy escéptica respecto de la bondad del universo. Tampoco creo que esto se deba a que yo, entre todas las personas posibles, soy su madre; no pienso tan alto de mí como para creerme causa de su manera de ser hermans. Como sea, el punto es que esta hermandad genera cotidianamente un orden normativo de reciprocidad tan vasto y creciente que alcanza para envolverme a mí, a sus papás, a sus familias, a nuestras amistades, a tantas otras personas también. No es una cuestión de amor únicamente. Es algo más sólido que el amor: es fraternidad, germen de comunidad.

Así como la autonomía es una relación de las personas con los órdenes normativos, la independencia es una relación de las personas con el mundo y las demás personas. En un sentido fundamental, la independencia individual no existe y tampoco somos independientes como especie. Esto es evidente: es imposible vivir sin las demás personas y sin el ambiente, sin los demás animales, sin luz solar, sin aire, sin agua, sin los vegetales. Al hablar de la independencia como algo deseable tenemos que tener cuidado de no caer en la negación de nuestra relación básica de dependencia con los demás seres vivientes y el ambiente. Pensar la independencia por fuera de estas coordenadas de la dependencia entendida como cooperación causa (ha causado) estragos en el ambiente y en las relaciones sociales y políticas. 

En su sentido normativo, “ser independiente” no puede significar no depender de nadie. Pero en ese caso, la idea no tendría sentido en primer lugar: nadie no depende de alguien y de algo. Especialmente, no son independientes las personas que más parecen serlo. A mayor grado de independencia aparente, mayor grado de dependencia concreta. Un rico depende para ser rico de muchas más personas de lo que las personas pobres dependen para vivir. ¿Hay un sentido deseable y posible de “ser independiente”? Yo creo que sí, en el sentido de no vivir bajo la dominación ni interpersonal ni estructural. En un mundo sin opresiones, explotaciones y dominaciones las personas podrán ser independientes en un sentido interesante, sin dejar de depender de la cooperación para vivir. En este mundo que tenemos ahora nadie puede serlo. Pero también creo que hay relaciones de dependencia como cooperación que resisten y nos independizan a medida que van desplazando la dominación y la falta de autonomía de algunos contextos.

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En un momento de nuestra vida me fue inevitable pensar en el futuro de mis hijs como en una sociedad inescindible de cuidados que iba a tener a Eli como una persona injustamente sobrecargada. Me fue inevitable pensar en su futuro económico, en intentar dejarles todo lo más “solucionado” posible para cuando su mamá ya no esté. En este delirio de omnipotencia producido por la ansiedad de mi propia muerte no pensé en mí como en una persona que quizás necesite de cuidados especiales en el futuro (aunque los necesité en el pasado). No pensé en mí como no pudiendo comer sola, usando pañales, no orientándome en el espacio público. Pero tampoco pensé en Galileo como cuidador. No pensé en el aspecto más crucial de la autonomía y de la independencia: su aspecto relacional y comunal. No pensé en cómo suena la risa de Eli y Gali cuando juegan. No pensé en cómo se miran ni en el detalle con el que Eli conoce los gustos de su hermano. Tampoco pensé en cómo Eli lo defiende en las plazas de ls adults que lo retan por su conducta “inapropiada”. “Mi hermano es autista, ¡para que lo sepas!”, espeta Eli, sus mejillas arrebatadas de rojo furia, la mirada vidriosa clavada en quien acaba de quejarse de algo que hizo Galileo. Tampoco pensé en el día en el que Eli exclamó con indignación ante un evento injusto que hoy no recuerdo: “¡¿pero no ven que somos una familia discapacitada?!”. No pensé en el modo en el que Galileo le pide a Eli que le haga upa, en los besos que le da, en cómo le gusta estar con Eli y ser su hermanito. 

Fraternidad, autonomía e independencia son condiciones las unas de las otras. No hay una ni dos de ellas sin las tres. Para poder hacer concreta la idea de comunidades de ayuda mutua es necesario antes que nada terminar con una de las causas de la exageración de la angustia por la muerte propia cuando estamos a cargo de personas que precisan cuidados especiales. Me refiero a la familiarización de los cuidados de las personas discapacitadas e incapacitadas por diferentes motivos. Depositar los cuidados exclusivamente en la familia inmediata es una forma de reducción de la responsabilidad por las inevitables obligaciones mutuas de cuidado que tenemos entre personas humanas y para con el resto de las vidas. Entender los cuidados como un asunto que le atañe sólo a la familia sobrecarga individual e injustamente a buena parte de la humanidad, desentiende a las instituciones y descompone el lazo comunal. A quien le conviene esta situación podemos llamarlo “enemigo” con mucha propiedad.

Eli y Galileo me enseñan que hay un cuidado transformador, del orden de la cooperación y no de la caridad unilateral de quien da arbitrariamente desde una posición moral y ontológica superior. Esta lección es un amparo para mi propia finitud. Ya no tengo el mundo sobre los hombros: tengo las manos de Eli y de Gali dándome un espaldarazo. Ese espaldarazo es el acto que me confiere, como si fuera el ritual por el que una reina nombra a sus caballeros, la dignidad de ser vulnerable y de ser un amparo al mismo tiempo. No somos madre e hijs, somos una voluntad general autónoma y nuestra felicidad depende radicalmente de la felicidad de esta comunidad. Sólo en un mundo de este tipo se puede vislumbrar el horizonte de la felicidad porque se puede ser, por fin, radicalmente consciente de la finitud propia sin (tanta) angustia ni ansiedad.

Sus vidas no van a ser fáciles, menos sin mí, pienso de todos modos. ¿Pero qué vida es fácil sin las demás vidas? ¿Qué vida es vivible sin reciprocidad de los cuidados? Para vivir sin ayuda mutua mejor que se termine el mundo de una vez.

 

Arte de portada: Ana Audivert

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