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La temporalidad de Galileo

Cuando la velocidad es la norma, el tiempo se convierte en una trampa y los espacios de dispersión en una trinchera. El autismo como un extraordinario punto de vista desde donde poner a prueba los límites del mundo a la existencia. Intervalos, intersticios y experiencias de otra dimensión para romper todo lo que deba ser destruído para dar paso a la vida.

 

“Cada niño tiene sus propios tiempos”, me dicen varias personas cuando conocen a Galileo. Lo dicen como si esas palabras (que nunca solicito) fueran un bálsamo ansiolítico para una ansiedad que creen percibir en mí, pero que en realidad es lo que les muestra el rayo del proyector de sus miradas cuando lo dirigen hacia la mía. Mis expresiones dejan de ser mías, son la pantalla de sus propias películas y mi capacidad de expresión respecto del autismo está, así, velada.

Las personas también preguntan cosas como “¿ya le descubrieron su habilidad?” —ls autistas, se supone, tienen superpoderes por ejemplo matemáticos o mnemónicos, como en esa película con Dustin Hoffman y Tom Cruise. Hay quienes comparan a sus hijs neurotípics, alistas y capacitads con Galileo e incluso comparan sus propias infancias neurotípicas con la infancia de Galileo: “mi hija también se iba del aula todo el tiempo en el jardín de infantes”, “yo hablé recién a los cuatro años”, “mi sobrino también era muy selectivo con los alimentos”. Cuando Galileo se autolesiona y grita, la gente suele decirme: “no te preocupes, todos los niños hacen rabietas, a mí no me molesta”, como si pegarse en la cabeza porque el ambiente que nos rodea no da tregua a la percepción fuera equiparable a “hacer un capricho”, como si rechazar la demanda constante del mundo equivaliera a desear algo de él y como si se tratara de no molestar y no de lo que le está molestando demasiado a Galileo. La gente nos mira con mayor o menor disimulo, con mayor o menor idea de lo que está pasando, directamente o de reojo. Miran. Son menos las personas que se animan a salir de la impostura de hacer de cuenta de que están frente a un niño igual que cualquier otro y disparan, sin más, como si Galileo no estuviera presente, como si no tuviera una subjetividad, como si fuera una cosa averiada: “¿qué le pasa?”, “¿qué diagnóstico tiene?”, “el hijo del primo de mi vecino es como él”, “mi hija es psicóloga y trabaja con estos chicos”. “Con estos chicos” me quedó resonando en la cabeza por varios días, ese dejo de desprecio en la voz. Cuando respondo “es autista”, la respuesta casi unánime “pobre angelito” es inexorable. “Mi Pobre Angelito es una película, señora, y la habilidad que tiene es la de detectar imbéciles” quiero responder, pero no lo hago.

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El trabajo normativo que hace la frase “cada niño tiene sus tiempos” es el de imponer la idea de que existe una única temporalidad que, si bien se escande en diferentes “tiempos”, en rigor no se desvía del andarivel de la línea recta del progreso hacia la norma mítica (el giro es de Audre Lorde) de la adultez funcional. Los diferentes tiempos a los que se refiere la frase no son más que diferentes velocidades. Es usual hablar de la inteligencia de alguien en términos de velocidad: se dice que una niña es “rápida” o “lenta” para las matemáticas, por ejemplo. Al hablar así valoramos la inteligencia en términos de rapidez y organizamos jerárquicamente las mentes respecto de su velocidad para, por caso, hacer cuentas o resolver correctamente un examen. Al remitir tácitamente a la velocidad, los tiempos que la frase en cuestión propone respetar están muy claramente jerarquizados: hay tiempos más rápidos y, por lo tanto, más respetables que otros. “Cada infancia tiene sus tiempos” es una frase para que quienes quedan a la zaga sepan que están a la zaga, que “sus tiempos” son lentos (peores).

La velocidad como único marcador de la diferencia implica, en rigor, la unicidad del tiempo lineal. En el universo de sentido de esta frase, es decir, en el mundo en el que vivimos, la niñez adecuada es la que se orienta en línea recta hacia una adultez vendible en el “mercado del trabajo”, con una subjetividad y una corporalidad explotables o, en el mejor y más raro de los casos, hacia una adultez exitosa, talentosa y realizada —el camino a ser una persona autónoma, independiente, con una personalidad bien integrada, una persona que se adapta fácil y rápido. Cada quien irá más lento o más rápido, pero siempre se dirigirá hacia ese lugar.

El problema con la norma mítica de la adultez exitosa es que nadie la cumple, ni siquiera quienes la inventaron. Es una norma delirante porque nadie, nunca, puede encarnar un modelo que ni siquiera es copia de alguien real. La idea de que ls autistas tienen superpoderes o habilidades hiperdesarrolladas es, por su parte, la manifestación de una regla vigente en varios sistemas de opresión, no sólo en el capacitismo: la diversidad respecto de la norma es aceptable cuando se la puede explotar. Su carácter de explotable es lo que hace que algo de otro modo anormal (o, mejor, antinormal) sea asimilable a la normalidad. La marginalización rotunda se deja para quienes nunca se adaptan a la normalización, aunque luego siempre se encuentra un modo de explotar la antinormalidad, por ejemplo, con la venta de tratamientos y medicamentos (con la mercantilización y burocratización de la salud) o como advertencia sobre lo que nos puede pasar si no nos adaptamos fácil y rápido. Los procesos de marginalización funcionan también secularizando en lo marginalizado el terror al infierno. El margen es evidencia de que el castigo por violar la norma existe, a diferencia del infierno, que es pura amenaza. Los mecanismos de la normalización son siempre así de punitivos y si los soportamos es porque sabemos que no soportaríamos el castigo. ¿Cómo alguien puede pensar que ser normal es un alivio? Lo normal es resultado de un proceso de normalización en el que se ejercieron muchas violencias injustas, no es lo que apareció primero en la historia como lo ya dado por naturaleza.

Pensar la infancia como una fase evolutiva en la que nadie es un ser completo es producto de pensar la vida de las personas humanas desde el centro de la adultez normalizada y útil en términos de lo que le sirve al capital. La niñez, la vejez y la discapacidad son menos que la adultez útil y su valor está dado por su relación con ella: la niñez no es valiosa en sí misma sino como proyecto de otra cosa. A su vez, la vejez y la discapacidad tampoco tienen valor en sí mismas sino sólo en la medida en que puedan ser explotadas. Este es el daño constante del adultocentrismo y explica por qué la gente dice sin pensar, por reflejo, estas frases dañinas que profundizan el capacitismo. La imposibilidad de percibir la inmoralidad de las buenas intenciones se explica, por su parte, por la ignorancia capacitista. Una persona capacitista (capacitada o discapacitada) de buenas intenciones trata a la discapacidad de un modo tal que ni siquiera imagina la posibilidad de estar haciendo daño a otras personas y a sí misma.

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Pero tiempo no es lo mismo que temporalidad y esta distinción nos puede ayudar a salir de la trampa de la jerarquía de la velocidad. No todas las personas humanas tienen la misma experiencia del tiempo ni se relacionan con el tiempo de la misma manera. La neurodiversidad es también un modo de habérselas con el tiempo y con el espacio. La cuestión es entender que no hay modos más válidos que otros de habitar la temporalidad y la espacialidad. No sólo no hay velocidades mejores y peores. El caso es que hay maneras de existir en el tiempo que no involucran una línea progresiva única en la que deban desenvolverse todas las existencias. Hay, incluso, varias cronologías contemporáneas que se entrecruzan mucho más seguido de lo que parece. No hay un calendario universal más verdadero que otros. Esto es bastante obvio, pero lo olvidamos todo el tiempo.

Cuando caminamos por la calle, Galileo se demora en el entorno, explora las texturas de las tapas de metal en el piso, las golpea rítmicamente, hace de los carteles un tambor y de las rejas un xilofón, se detiene a observar las señales de tránsito, corre unos metros, gira sobre sí mismo, celebra con saltos y ruiditos el paso de las motos. Un trayecto es, para Galileo, un espacio valioso en sí mismo, no es un lugar de paso. Un espacio de juego es un lugar en el que el tiempo discurre de una manera especial. Galileo crea esa temporalidad a partir del modo en el que vive la espacialidad. En su manera de explorar las calles, las habitaciones, las aulas, los patios, las plazas y los pasillos de los edificios, Gali crea otra espacialidad que no estaba ahí antes de que él llegara y, con ella, crea otra temporalidad. Según se dice, Galileo “deambula”, camina sin objetivo alguno. Pues no, camina con el objetivo de internalizar un mapa del terreno que después externalizará con otros movimientos. Deambular es un modo de aprender, de percibir y de informarse sobre aspectos de los lugares que no están ahí para otras personas que no deambulan por ahí. La triunfante visión capacitista y adultocéntrica de la infancia nos quiso convencer de que deambular pasada cierta edad está mal, de que es un retraso, pues la infancia sería la edad de no desperdiciar el tiempo para aprender a ser un adulto normal que nunca deambula ni se demora, que siempre se dirige, va en dirección. La vida humana como carrera de postas es invivible. ¿Qué hacemos tolerándola?

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Hay un lugar común sobre el autismo que, junto con el prejuicio de la “falta de empatía”, resulta particularmente exasperante y es la idea de que el autismo es una desconexión respecto del mundo. Pero es imposible desconectarse del mundo: la relación que podemos tener con el mundo no es de conexión / desconexión. En el mundo somos y existimos y nadie tiene la tiza que traza el círculo para delimitar dónde termina el mundo y dónde empezamos nosotrs.

Afirmar el autismo no es decir un diagnóstico en voz alta, es antes que nada despatologizarlo. Despatologizar el autismo significa valorarlo como un modo de ser en el mundo tan válido como cualquiera, no como algo que hay que curar y erradicar de la faz de la Tierra. El autismo, decimos siempre, no se cura. Pues bien, no se cura porque no es una enfermedad.

Gali enseña que no sabemos nada del mundo porque hemos decidido percibirlo por medio de un contrato capacitista que nos oculta las dimensiones que él ama conocer, explorar, habitar. Sin la neurodiversidad, no hay transformación radical posible porque sin ella y sin la discapacidad hay menos conocimiento, menos realidad, menos matices, menos aspectos, menos rincones en el mundo. Gali es una persona que no acepta la inhospitalidad del mundo, que no es lo mismo que no aceptar el mundo. Este es un superpoder: su manera de manifestar la necesidad de transformar el mundo y, por lo tanto, su modo de indicar una potencia para esa transformación. La capacidad de protagonizar la vida propia no viene dada a pesar de la discapacidad, de la neurodiversidad o del autismo. Gali me ayuda todos los días a entender lo que experimento desde que tengo conciencia de mi subjetividad, pero que nunca antes comprendí del todo. Se trata de una verdad simple y evidente: el mundo es un lugar asquerosamente limitante y hay que romper esos límites. Al mundo lo rompen quienes se niegan a adaptarse a él. En lugar de normalizar la discapacidad, la consigna es aprender de los intersticios e intervalos que abre en lo real con los modos de existir de quienes se resisten a la normalización. Hay tanto por desaprender antes de empezar a aprender y hay gente que, como Galileo, nos puede desenseñar.

Rompamos todo, Galileo, hasta que el mundo sea algo que vos puedas aceptar en vez de un lugar en el que haya que camuflarte para que pases desapercibido. Que miren, entonces. Que nos vean.

 

Arte de portada: Ana Audivert

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