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Se remontó a la estratosfera

Entre el balance socio económico y la crítica cultural, el paso a mejor vida de Carlos Saúl Menem resucita debates no saldados de la política Argentina. Algunas advertencias son necesarias para pensar lo que dejó el primer gran descuartizador del Estado que se fue con una carrera democrática invicta.

 

Desde las feministas expectantes por su partida final en las vísperas del debate sobre el aborto y el pejotismo sin beneficio de inventario que le rinde honores con mayor o menor timidez, el fallecimiento de Carlos Menem reclama un balance nunca saldado sobre su figura. Entre los menemistas irredentos y los acérrimos críticos, hay un abanico de matices interpretativos en el que se juega la lectura de un país. Desde las miradas autocompasivas con nosotros mismos como pueblo hasta el análisis pretendidamente exterior y aséptico. No se puede entender sin saberse involucrado. No logra explicarse sin poder tomar distancia. Una dimensión afectiva y una dimensión economicista se yuxtaponen. La personalidad. La época. Las políticas. La permanencia física y el retorno fantasmático. Una herencia política desierta y una trascendencia cultural insoslayable. Algunos apuntes para sentipensar al Carlo. Su ascenso final tuvo lugar el día de los enamorados, quizás hasta merezca una amorosa despedida.

Pero un dato óntico para comenzar a conversar: el desbaratamiento, el descuartizamiento de todo lo que se parecía por acá a un Estado de Bienestar. La política de verdad, decía Perón, es la política internacional. El resto es cabotaje, poder de policía. Un eximio analista internacional, Juan Tokatlian, suele recordar que la situación se explica siempre en la combinación de tres frentes: el externo, el interno y el regional. En ese entonces, estaban complicados los tres para un patilludo caudillo nacionalista riojano con antecedentes revolucionarios. Así, un cambio de época a nivel mundial pasó por todos los países, se remontó al cuerpo del Carlo y en menos de una hora se proyectó al resto de la sociedad, en un viaje sin retorno de modernización compulsiva para antiguas trayectorias éticas y estéticas.

Durante su década también se produjo el mejor periodismo de investigación que se recuerde. Pero los centennials, que amanecieron saqueados, no tienen quien le escriba la crónica definitiva. Y los millennials convivimos con algunas de las deformidades producto de crecer en los noventa. Por eso, hay que recordar que, de la tercera posición a la tercera vía, hay un mundo de distancia. La caída de un mundo: el mundo bipolar. La desaparición del campo socialista como contrapeso de la ambición primermundista.

Margaret Tatcher dijo que su mayor logro había sido inventar a Tony Blair. Reagan, Bush o Clinton podrían haber afirmado lo mismo de su invención argentina. El mejor representante local de los intereses del imperio en su última estocada antes de la decadencia final. Hoy, nadie duda -nunca viene mal dudar un poco-, Estados Unidos como superpotencia del mundo unipolar va en caída libre, lo que se discute es a cuántos frames por segundo se desplomará el gigante.

Pero en esa época no. Caía -la metáfora no es nada fiel a los acontecimientos- el muro de Berlín. Había que empezar a pensar en dólares. Había que adaptarse al tiempo nuevo (saludos a Neustadt que murió el día del periodista). Había que ir a Disney y mirar películas de Hollywood para convencerse de que todo es posible, si se quiere se puede, aprender inglés -el nuevo esperanto o, mejor, el nuevo latín- y olvidarte de tus derechos laborales para conseguir laburo.

Sería osado afirmar que, estructuralmente, simbólicamente, la cultura en la que vivimos actualmente proviene de ahí. Pero no caben dudas, mirando alrededor, que varios de sus elementos la constituyen. Y esa cultura nos constituye. ¿Quién puede juzgar desde un exterior absoluto? ¿Quién puede modificar algo parándose desde un afuera total? ¿No hay, en esto de despegarse de fenómenos tan populares, una renuncia a la argentinidad, una renuncia a la política?

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Todo había empezado veinte años antes. Si bien ya en los 30´ lo que conocemos hoy como neoliberalismo se estaba organizando, pensando, escribiendo, no constituía más que una corriente marginal dentro del campo económico. Pero los 70 significaron el bautismo de fuego de la teoría al poder. Los Hayek, los Friedmann. Todavía no podía imponerse sino por la violencia y los primeros ensayos tuvieron lugar en nuestro continente.

Acá teníamos casi pleno empleo. Teníamos educación y salud pública indiscutibles. Teníamos empresas estratégicas nacionalizadas -que nadie niega que funcionaban mal, pero ¿a vos no se te desconecta ahora internet? ¿cómo te atienden los robots a los que les dirigís tus reclamos? El programa de máxima quedaría plasmado en el Informe de la Comisión Trilateral de 1973, que adquirió nueva vida a partir del llamado Consenso de Washington en los 90 y se esparció globalmente acompañando la inusitada expansión del comercio internacional.

Desde la perspectiva de Estados Unidos podría resumirse de esta manera: “Hagamos negocios, ábranse al mundo, hagan lo que yo digo, pero no lo que yo hago”. Acá teníamos algo parecido a un Estado de Bienestar en los años 70. Y el proyecto estratégico del neoliberalismo a nivel mundial fue, desde entonces, desbaratarlo. En Argentina, Menem lo deshizo. Lo que había empezado la dictadura. Por primera vez, con apoyo popular.

El fin de la Historia estaba escrito y tenía dos componentes indisolubles: una economía planificada a favor de los poderosos -¿no es esta una mejor categoría que “neoliberalismo”?- y democracia representativa y liberal -doble oxímoron para el cual todavía no se encontró sustituto-. Las ideologías cayeron en desuso. Las doctrinas se desvanecieron en el aire. El gobierno se volvió líquido tan pronto como se liquidó el patrimonio nacional y se desmovilizó a la sociedad. No había un plan, más que la miseria planificada. No había marcadores de certeza, por tanto, no había error. Había condiciones.

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Realidad fue el nuevo nombre de las imposiciones y la política se convirtió en surfear la ola de convertir cotidianamente en imposible lo básico. Se llamó realpolitik, se llamó realismo periférico. Juan Domingo Perdón no hubiera tenido gracia. El mismo presidente se encargaba permanentemente de burlarse de sí mismo, habitando magistralmente el ethos de incertidumbre derrotista que invadió todos los campos posibles, habilitando el posmodernismo filosófico, político, económico. Se creaban las condiciones para la posverdad.

El update menemista puso a punto el Estado para los requerimientos de una nueva tecnología de gobernanza global. Menos hardware era necesario y entonces nada que deba ser estatal permanecería en manos del Estado. Relaciones carnales. Sensualidad. Opulencia. Erotización del consumo. El capitalismo se había liberado de su ascetismo protestante y el ficcional capital financiero le ganó la batalla a la economía real. La deuda reemplazó al ahorro, la especulación a la inversión, y la tercerización y la precarización bajo el eufemismo de la flexibilización laboral vino a corregir la generación de puestos de trabajo como estrategia de desarrollo.

Aparecieron los CEO´s, el mundo se pobló de abogados corporativos, creció la industria de los servicios pero aún más el aparato administrativo destinado a gestionar el nuevo orden. La brecha salarial se extendió hasta una amplitud sideral, generando una fragmentación en el mundo del trabajo que los marxistas más esquemáticos todavía no se ponen de acuerdo en cómo interpretar. Ya no hay propietarios de los medios de producción y proletarios. Son necesarios trabajadores hiper-especializados e hiper-remunerados, y es necesaria también, para que los números cierren, una gran exclusión y descarte de personas supuestamente imposibles de emplear.

Para entonces, un peronismo inerradicable se había ganado un lugar definitivo en la historia. Desde entonces, esa gran amalgama de intereses, reivindicaciones, simbologías, pasiones y nostalgias se instaló como sinónimo de gobernabilidad. No se había podido hacer desaparecer ni genocidio mediante. Pero el terrorismo deja marcas. Y la derrota fue indiscutible. El movimiento popular debía empezar a organizarse casi desde cero, desde la intemperie, desde el llano al que el neo príncipe de los llanos relegó.

Entretanto, una escueta pléyade de insobornables, que va desde Norma Plá a Luis Zamora pasando por Víctor de Gennaro, Hebe de Bonafini y un movimiento estudiantil que forjó su identidad en oposición al no-Estado menemista, cuyo algunos de sus destacados referentes ocupan altos cargos en el gobierno actualmente. Les tocó ser las excepciones que pusieron a prueba la regla. Pero, y en general, después de una larga y honorable historia de resistencia, la columna vertebral del movimiento padeció los síntomas de la edad y la burocracia sindical fue convidada a integrarse al programa de la nueva era con una oferta de ascenso social evidentemente imposible de rechazar.

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Ninguno de estos grandes cambios estructurales se explica sin un capítulo en el orden de la sensibilidad. La sensibilidad que propició su primer gobierno, la sensibilidad que lo volvió a votar, la sensibilidad que dijo yo no lo voté, la sensibilidad que permanece tercamente en la reivindicación, la sensibilidad que festeja su muerte, deben de estar unidas por alguna clase de hilo rojo. Al fin y al cabo, la despolitización, la desideologización, la apatía que significaron los 90 no se pueden entender sin pensar en una forma de compromiso con un nuevo régimen sensible. Una intangible revolución emotiva que sedujo a un país. Físicamente. Ya que gobernar es siempre afectar la disposición de los cuerpos.

Es unánime el señalamiento del poder de seducción entre los que lo conocieron. Entre todo el debe y el haber, el menemismo nos dejó grandes aprendizajes -si se saben aprovechar- sobre representatividad, sobre gobernabilidad, sobre la lógica del espectáculo, sobre comunicación y sobre psicopolítica. Farandulismo mediante, el Presidente que se permitió más extravagancias también fue el primer presidente humanizado, el más cercano hasta entonces en no pocos sentidos.

Pero mientras para algunos significó pizza con champagne, para muchísimos implicó mate cocido y pan. Para muchas familias perder la casa, para otras poder viajar al exterior. Pacto de olvidos y constitucionalización de Derechos Humanos. Venta de armas, deme dos. Corte adicta, repatriación de Rosas. Rojas, montoneros e indultos para todes. Fin de la colimba e hiperpresidencialismo. Mercosur y Maiameee.

En la cultura peronista Menem es una amarga vergüenza, un sádico consumo irónico, o una rancia reivindicación. En cualquier caso, no es algo que se pueda procesar racionalmente. En cualquier caso es necesaria una sobreactuación. No es un cálculo. Es una forma de asumir la existencia bajo una identidad post doctrinaria y no desmoronarse, el costo de pertenecer. Los cálculos, la justificación, vienen después: “no es que nosotros seamos demasiado buenos”.

No se trata de dejar en claro el balance negativo que implicó el menemismo en la historia política de la Argentina y en la biografía de la inmensa mayoría de sus habitantes. Para eso, basta guglear. Ahí están las películas de Pino Solanas, los libros de Horacio Verbitsky, los artículos, entrevistas y películas de un Lanata en su mejor momento. Basta estar escolarizado. Los que pudiendo llegar a la misma información toman la decisión vital de desoírla, la opción política negacionista, no serán persuadidos dialécticamente. Porque la disputa no es de argumentos, sino de sensibilidades.

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“¿Hay que hacer duelo por este hijo de puta?” Así sonó la pregunta en el bar a la vuelta del Congreso en que se cocinó esta nota. La competencia catártica de epítetos para calificar su gestión no lleva a ninguna parte. Pero la pregunta sí. La misma posibilidad de la pregunta habla de la necesidad de ir más allá del desahogo en la reflexión.

Porque, más allá de la crítica a la débil, secuestrada, mutilada, democracia que tenemos, son necesarios algunos consensos básicos para la vida en común. Uno de ellos, por ejemplo, es la centralidad del voto popular en el balance de una figura en ese sentido invicta y reelegida en todas sus gestiones. Para que el análisis logre alguna complejidad mayor, algún matiz interpretativo mejor que poner a Menem al lado de Videla en el balance histórico. Pero también para no cargar las tintas hacia afuera y poder mirarnos como pueblo, incluyéndonos.

Es por eso que la crítica del menemismo, y no solo por los elementos anecdóticos y sintomáticos de la efervescencia y la renovación estética y artística del momento, no puede no ser una crítica cultural en el más hondo sentido. Una crítica cultural del sustrato emocional de un pueblo, más allá de las formas con las que haya elegido expresarse. La cultura, decía Rodolfo Kusch, es una estrategia para vivir en un lugar y en un tiempo. Qué hacer con Menem, qué lugar darle, es una de las preguntas para la elaboración de esa estrategia. La argentinidad es una relación con ciertos conceptos y el Carlo es uno de ellos. La posdata menemista está aún por escribirse.

No se merece homenaje. Nos merecemos, sí, permitirnos un duelo de su época. Elaborar el duelo. Desafiar el duelo. Sus restos reposarán junto a los de Carlos junior en un cementerio islámico de La Matanza. Pero desde ahí su nombre se remontará a la estratósfera. Y desde el éter turbulento de la historia, las indómitas corrientes de la memoria y la perspectiva, se encargarán de condensar y precipitarnos nuevos balances. La historia no es algo que pasó. La historia está pasando. Los tiempos de ayer vuelven a elaborarse hoy. ¿O acaso sigue siendo lo mismo Menem después de Macri?

Se remontó a la estratosfera - Una necesaria despedida para Menem y el menemismo

Diseño: Facu Barreto

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