La estrella española del ¿pop?-¿flamenco?-¿alternativo? Rosalía realizó una gira por Argentina para presentar su último álbum Motomami y fue imposible no enterarse. Las redes vibraron al sonido de cada uno de sus hits y la puesta en escena fue de los hechos más comentados de la noche. El historiador e investigador Ezequiel Gatto realiza en esta nota una posible analogía (o un juego de las diferencias) con The Wall, película emblemática de principios de los 80’, que narra el show del protagonista Pink en clave nazifascista. Psicología de las masas, un diálogo intergeneracional y el pop como arma de análisis.
Se creen especial como un año en Miami que nieva
Como una autopista sin flecha’
Como una utopía sin brecha’
Yo quiero ver la mariposa’ suelta’
Rosalía, CUUUUuuuuuute (Motomami, 2022)
He visto ese rostro antes
Rosalía camina encorvada, en modo zombie, hasta el centro del escenario. Como los bailarines que la acompañan, tiene puesto un casco de moto con luces. A Rosalía se la distingue por el diseño y los colores de su vestuario. Los cascos son los de Saoko, primer tema de su último disco.
Unos instantes después de alcanzar el centro, Rosalía se quita el casco. Ella y los bailarines se enderezan. Empieza a sonar ese primer tema. Noto que en el show, a diferencia del videoclip en el que los cascos están presentes durante toda la canción, Rosalía y los bailarines se los quitan enseguida, con los primeros compases, y no se los vuelven a poner. Podría decirse que dan la cara.
Pero existen múltiples modos de dar la cara y múltiples formas del rostro. El de Rosalía, que es el que aquí más nos importa, está maquillado de una manera que, apenas la veo, me recuerda a alguien. Más bien pálida, casi borrado el hueco de los ojos, sin cejas. Si bien es un maquillado no tan infrecuente -que me hace pensar en una modelo más que en una artista pop- en ese rostro, en ese género, en un escenario, me hace pensar en otro músico. Un músico que sólo existió en la ficción (a diferencia de los músicos que, como Rosalía, existen no sólo en la ficción).
Pop transhumanista
En The Wall se cuenta la historia de Pink, un niño inglés criado durante la Segunda Guerra Mundial, huérfano, que acaba siendo una estrella del pop. La película se puede ver, se ha visto, como una novela psicológica, compuesta de simbolismos y psicoanálisis freudiano en los que el presente se explica por el pasado, el presente se estructura como un pasado pasando ahora.
También se la puede leer como una crítica a las lógicas industriales, técnicas, sociales y económicas de la modernidad. Es, simultáneamente, una exposición de la crítica a la estetización de la política que caracterizó a los totalitarismos del siglo XX, y una exposición de la música pop como un fenómeno que testimonia la pérdida del aura estética que signa a las obras de arte en la era de la reproductibilidad técnica.
Es decir, en The Wall convergen ambas dimensiones: la pérdida del aura que produjo la emergencia de la modernidad técnica -que reproduce, masifica y serializa a las obras, las priva de autenticidad, al tiempo que altera la percepción y recepción de las mismas-; y la estetización (técnica) de la política totalitaria los cuales aparecen como procesos interrelacionados. El devenir líder-nazi de la estrella pop Pink podría leerse como un modo tanático de reclamar una singularidad en las condiciones históricas de la masificación moderna. De esa manera, la historia de Pink conjugaría la psicología del totalitarismo con la psicología de las estrellas del pop. En efecto, The Wall no sólo cuestiona la industria musical como un proceso de mercantilización serializada de la creación artística que propicia y modula sensibilidades estético-sociales que reproducen (como la técnica) la racionalidad del capital, sino que también postula un vínculo posible entre nazismo y música pop.
Ese vínculo, que se va configurando a lo largo de la vida de Pink, tiene un momento expresivo en una operación que el músico hace sobre su propio cuerpo. Antes de salir a escena como estrella pop/líder nazi, Pink, solo en un departamento, después de mirar mucha televisión, se afeita el vello, el cabello y las pestañas. Al tiempo que el pelo corto, como expresión capilar del orden militar higienista, es un elemento ligable al nazismo, eliminar el pelo también puede remitir a un control total de un factor propio de nuestra condición animal. El discurso biologicista eugenésico del nazismo promovía una raza superior. Con su decisión estética, Pink parece ir por el camino de una transhumanización, y no de mera deshumanización, de modo tal que ciertos símbolos de los límites de lo humano dan cuerpo a su devenir nazi-pop: el robot (un autómata antropomórfico que expresa una hiper-racionalidad), el alíen (una inteligencia no humana) y el esqueleto (en tanto vida que ya no existe). Lo lampiño autoproducido, que de por sí recurre a herramientas técnicas modernas (como la Gillette) para ser realizado, termina siendo una manera pop de presentar la fuerza letal del totalitarismo.
Resumamos. En The Wall encontramos esta idea: la música pop y el totalitarismo tienen raíces o condiciones comunes en la racionalidad técnico-instrumental capitalista que sometería, y pervertiría, las obras y los fines humanos (y humanistas) y condicionaría los procesos de subjetivación en sentidos letales. La estrella de hoy es el líder de ayer, el líder de hoy es la estrella de ayer. Fronteras porosas, vaivenes.
Volvamos a Motomami.
La gran bella pop
Lo dicho: cuando Rosalía camina como arrastrándose hasta el centro del escenario, acompañada por sus bailarines, que caminan de la misma forma que ella, y se quita el casco, su cara parece tan robótica, alienígena, esquelética como la de Pink (tal vez que pink, en español, signifique rosa, sea una casualidad productiva). El maquillaje le alisa las facciones hasta darle una continuidad cromática y le quita las sombras. Al aplicar esa misma base sobre las cejas, éstas se vuelven imperceptibles. Hasta la paleta de colores de Motomami se asemeja a la de The Wall: rojo, blanco y negro (salvo que en ella prima el rojo por sobre los otros dos).
La pregunta se me vuelve inevitable. ¿Motomami invoca The Wall? Creo que sí.
¿Para imitarlo? No, Motomami me parece una deriva. Una deriva reflexiva. Casi una respuesta, un poco como se le responde a otrx durante una conversación. Después de haber visto el show completo, diría que la conversación que Rosalía, genia de la mezcla, capaz de combinar elementos hiperheterogéneos como Bach, Daddy Yankee, el techno industrial, el flamenco, las Chicas superpoderosas y The Wall, propicia es una conversación en torno algo que llamaría el concepto de humano en el pop y a sus posibilidades antifascistas. En otros términos, si el nazismo fue un transhumanismo, Motomami se pregunta qué hacer.
Como en una conversación, un proceso abierto y secuencial en el que se va recuperando lo previo para decir algo que a su vez incidirá en lo por decir (tal el sentido original de dialéctica), Motomami parece retomar (la conversación) no donde The Wall la dejó (porque eso implicaría el final de la película) sino en el problema de la relación entre pop y totalitarismo.
El maquillaje transhumano con el que Rosalía comenzó el show se va desintegrando con el correr de los temas. Para el cuarto o quinto tema, Rosalía transpiró y se secó con una toalla lo suficiente como para que su propio sudor vaya empujando al maquillaje fuera de su cuerpo y el paño lo termine de eliminar. En un momento, antes de tocar Hentai en un piano de cola, después de secarse, dijo “Es que yo prefiero estar sin maquillaje”. Esa limpieza facial, que parecía sacarle un peso de encima, le quitó todos los rasgos de Pink que había tenido hasta entonces. De allí en adelante, el rostro de Rosalía estuvo a cara lavada.
¿Por qué Motomami ser puede pensar en contrapunto a The Wall? Porque si ésta última exponía los rasgos totalitarios y totalitarizantes del pop (podría decirse, un pop-ulismo de ultraderecha) nacido en la cultura técnica moderna, Motomami es un proceso de desmaquillaje, destranshumanización, desmontaje. Pero no de destecnificación: hay un rostro intervenido pero no es transhumanista. El liderazgo nazipop -aislado, solipsista, mecánico pero intensamente emocional- que aparece en The Wall se desactiva en Motomami. A diferencia de Pink, Rosalía no se aleja, sino que se acerca; tiende a confundirse, no a la alteridad total. No distribuye la muerte, sino una vitalidad de la que forma parte pero no le es exclusiva. De pronto, aparece una lección posible: la totalitarización no es solo un fenómeno colectivo de indistinción y homogenización sino un fenómeno social de hiperindividualización casi suprahumana de un sujeto. Pero aquí el único artista es Dios: Rosalía se ofrece como una primus inter pares y no como excepcionalidad.
Keep it cute, manito, keep it cute
La idea de estrella para dar a entender una relevancia cultural tiene una larga historia y refiere al hecho de que es una posición inalcanzable y a la que, gracias a esa distancia, todos pueden mirar y admirar. Como afirmaban los situacionistas en los años sesenta (movimiento estético- político referido a la Internacional Situacionista (1957-1972) cuyo planteamiento central era la creación de «situaciones» organizadas como experiencia sensibles y estéticas de emancipación política; y que hicieron converger al marxismo con las vanguardias artísticas), el espectáculo es un proceso industrial que no sólo produce imágenes, sino también la separación entre la imagen vista y la vida experimentada que hace posible a las imágenes espectaculares. Es la acumulación originaria de Marx convertida en imágenes y consumo de imágenes. Y como la acumulación, que exige trabajar por un salario para poder vivir, en la sociedad del espectáculo para poder vivir habrá que consumir imágenes. La estrella (a la que Guy Debord define como vedette en su libro) es una de esas imágenes con mucho valor.
Pero el valor se genera en el circuito producción-circulación-consumo. Durante el siglo XX el broadcasting fue el modo de transmisión (es decir, de circulación de las imágenes) que propició el estrellato, en tanto era un punto del cual irradiaba la información para alcanzar una multiplicidad de puntos. En el broadcasting todos los receptores, que no transmiten, miran a la estrella (que puede verlos) pero no se miran entre sí. La información potencial producida por la relación entre receptores es casi irrelevante para el broadcasting.
Rosalía es una estrella del pop. Irradia. En Motomami todxs la miramos, ella nos mira. Pero, ¿qué sucede con la mirada entre receptores? Aquí es donde Rosalía, o mejor dicho, la Rosalía de Motomami, deja de ser una estrella clásica broadcastera. Si mantengo la metáfora cósmica, tengo que decir que se convierte en una estrella fuerza gravitacional: atrae, mantiene cerca, condiciona los movimientos. Rosalía hace participar al público muy activamente. No pide que la gente cante los temas, que aplauda o grite tal o cual cosa. No es una animadora, no induce la participación a partir de las canciones o de sí misma. Rosalía hace preguntas, lee los carteles, dialoga, invita a cantar con ella, invita a algunos al escenario a bailar. Incluso improvisa a partir de lo que llega del público (ese tal Nicolás que cumplía años el día del recital en Buenos Aires se llevó de regalo el Feliz cumpleaños cantado por Rosalía y el público).
Pausa.
Volvamos por un momento a The Wall. A la célebre escena en la que el concierto de Pink se vuelve indistinguible de un acto nazi. Indistinguible porque no se trata de que el concierto pop se convierte en un acto nazi, sino en que no se perciben diferencias entre el concierto pop y el acto nazi. Al ingresar al escenario, rapado y sin cejas, luego de besar bebés y abrazar señoras, lo primero que hace la estrella pop/líder nazi es purgar a su público, expulsando a los que les resultan indeseables (negro, gays, judíos, sucios, fumadores de marihuana). Acto seguido, cuando comienza la canción, los seguidores de Pink van perdiendo el rostro, sus facciones distintivas. En lugar de caras diferentes tienen unas máscaras toscas, sin gestos, idénticas. El lampiño autoproducido y singularizado se alimenta de una multitud indistinguible, que lo promueve y a la que produce.
Fin de la pausa.
Volvamos a Motomami.
A diferencia de Pink, para quien la participación del público solo consiste en la adhesión y la obediencia, Rosalía envuelve en su estrellato, lo comparte, lo utiliza para que unos asistentes conozcan a otros asistentes. Rosalía ya no hace broadcasting, construye mediaciones, redes. Es una estrella del pop de la era de internet, pero no sólo porque coincide su carrera con la existencia de internet o porque tiene muchos seguidores en las redes, sino porque configura su recital y su estrellato como una red. Ahí está su antifascismo. Motomami no habla el idioma de The Wall pero inventa un lenguaje capaz de desarticularlo.
Lo Moto de MotoMami
¿Es Motomami de Rosalía una apelación nostálgica a un humanismo de la cultura y tecnófobo? En otros términos, ¿la propuesta de Rosalía dice que el rechazo al fascismo, el antifascismo, es una negación de la técnica y, por ende, del pop? Amplío: ¿es el concepto de humano del pop propuesto por Rosalía una figura que rechaza la técnica?
No. Para empezar, el show lleva por nombre algo que invoca lo cyborg: una moto y una mami. El pop de Rosalía no es folk, ni folklórico. De hecho, el show no sólo está montado sobre bases tecnológicas fuertes sino que incorpora las estéticas de redes sociales en su centro. El propio escenario lo muestra: vacío de estructuras que no sean provisorias (las estructuras estables son imágenes maquínicas proyectadas en las pantallas); pareciera que al espacio lleno y estable de The Wall (lleno de signos tecnofascistas), Motomami le responde con una estructura mínima en la que lo que no está en movimiento o en uso directo no existe. Si el fascismo es una articulación del pasado (como tradición, origen o fuente) y el futuro (como el tiempo de la consumación de su promesa) en la que el líder es una suerte de medium que organiza los pasajes de un tiempo al otro, en Motomami, no quedan restos de lo que hubo ni hay indicios de lo que habrá. Entonces, ¿es un presentismo puro, un presente continuo? ¿Carece de memoria y anticipación? Es otra cosa, que se puede entender transportando la magistral reseña de Motomami de Jaime Altozano. Este analista musical dice que es un disco de sustracciones, y que Rosalía habría buscado alcanzar una estética hecha con lo mínimo posible, en un trabajo que parece llevar los géneros a su expresión minimalista y los silencios tienen un valor decisivo. En efecto, el escenario parece replicar esa operación. Despojado, es un soporte elemental. Y tiene una temporalidad que parece expresar eso de que ser una pop star nunca te dura. No es mínimo por avaricia sino por generosidad y porque no se propone como exhaustivo sino como sugestivo. Motomami es una operación para hacer espacio, para ventilar, para dosificar la hiperestimulación. No es una fantasía de totalidad sino una exploración de los límites.
Rosalía no apela a ninguna humanidad pretecnológica. No propone retóricas de lo auténtico o lo natural. En todo caso, propone una retórica de fidelidad a lo que moviliza. Y lo que moviliza siempre es una mezcla (por eso dice Latour que nunca fuimos modernos, porque no hemos logrado jamás separar lo que se presenta mezclado, porque no hemos cumplido nunca el sueño analítico, porque somos seres sintéticos). Rosalía no es moderna, en todo caso es posmoderna en el sentido no de la ausencia de significaciones o el avance de la insignificancia sino por la producción de lo mezclado a partir de lo mezclado. Su striptease, que empieza con una Pink sin cejas, no termina en el primitivismo o el folklore. Termina en un cuerpo hecho de otros cuerpos: instrumentos, cámaras, otros humanos, público. Es fiel al pop, a su artificialidad expuesta, a sus artificios a plena luz del día, a su teatralidad, lo onírico, los ilusionismos. Excesivo y fantasioso como una moto hecha de humanos. Contra aquella hipótesis de The Wall, de intimidad entre técnica, nazismo y pop, en Motomami más que un devenir cyborg de los humanos, se propone un devenir humano de lo cyborg. Una robótica sensible, un ludismo (no un luddismo). Un ensayo sobre las posibilidades no fascistas de la invención en condiciones de tecnologías digitales.
Ilustración: @hexico_