Reforma o Revolución

Siempre es la misma charla con un amigo distinto. Empieza y termina igual, en círculos. Primero me dice que él/ella/elle elige lo menos peor de lo que hay. Yo le pregunto si no hay acaso cierta claudicación, derrota, en esa elección. Después de un par de vueltas reconoce que sí, que la hay, pero que hasta ahí se puede, o que para ir por más hay que defender eso primero. Y ahí lo citan: «Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo». Leí esa frase cuando me compré Realismo capitalista, de  Mark Fisher. Las palabras de Frederic Jameson que Zizek hizo famosas saltan sobre la discusión y se la traga, la impide. 

Desde un principio, la entendí como una buena síntesis del estado de conciencia actual. Es, literalmente, más fácil imaginarse el fin del mundo que el del capitalismo. Pero mi amigo no la esgrime como una crítica de la situación actual, sino como naturalización de la misma. Dos usos radicalmente distintos de la teoría. La teoría como crítica; la teoría como conformidad. Realmente, valga la redundancia, un ejemplo claro de realismo capitalista que ni Fisher hubiera previsto, en una frase cuya intención era hacer sonar las alarmas de nuestras impersonales subjetividades en vez de aceptarlas.

Otra discusión, otra amiga. Ella vive en Alemania y además de un gran cariño, creo que tenemos una sensibilidad similar, una vocación de intentar pensar sin miedo. Mientras charlamos por Instagram, sintetizamos sobre la susodicha frase dos caminos:

Camino número 1: Si es más fácil el fin del mundo que del capitalismo, el capitalismo es indestructible en este contexto. Queda intentar administrar un capitalismo con rostro humano como camino para evitar el fin del mundo. Esto implica confiar –en menor o mayor grado- en las instituciones existentes como herramientas de intervención, dar por hecho su esencia política transformadora, o al menos el carácter neutro de esas herramientas inscriptas en la escisión del sistema capitalista en Estado/Mercado.

Camino número 2: entender que es imposible evitar el fin del mundo si el capitalismo sigue. No sé si acá vale decir “la desaparición plena de la especie humana”. Pero sí un mundo que sea cada vez un capítulo más siniestro de Black Mirror. Caminar cada vez más un pasito al pozo de «Elija su propia distopía». Ante esto, o es el fin del capitalismo o es nuestro fin. Así de corta. Dar vuelta el pesimismo para liberar nuestra subjetividad, dado que, literal, no tenemos otra opción que la revolución o seguir cayendo en el lento espiral agónico de la decadencia civilizatoria en el que nos encontramos.

La primacía del camino 1, como diría Fisher, es causa y consecuencia del bajo nivel histórico de conciencia de clase en el que nos vemos sumergidos. Escribo estas líneas como una suerte de réplica a una nota surgida en la revista Anfibia, de la mano de compañeros militantes de Jóvenes Por El Clima (JPC) . Busco, sobre todo, discutir algunos de los preceptos que se enuncian, bajo la premisa de que, como una organización nueva y novedosa, se repiten muchos de los preconceptos que rigen el mapa estratégico de la militancia en general. Más precisamente, de la militancia de los denominados movimientos sociales, dentro de la que elles se inscriben. Apelo a su fuerza juvenil como posibilidad de entablar esta discusión con la fuerza disruptiva e innovadora de la juventud.

A humilde criterio de quién escribe, JPC empieza a poner los pies en el sendero del camino 1, pero su propia militancia, la crítica ambiental, tiene la enorme potencialidad de ser la crítica de nuestro tiempo que nos permita abrir el sendero del camino número 2. Recordemos que, por más ganas que tengamos quienes intentamos transitarlo, a diferencia del primer camino, nuestro sendero no está claro. Esta es la principal discusión con los compañeros de la izquierda tradicional, que dan por hecho que el camino está trazado y solo se trata de militarlo.

¿Modelo productivo o modo de producción? 

¿Qué ambientalismo necesitamos? Esta es la pregunta que, de fondo, JPC intenta responder. A la hora de contestarla, JPC hace una crítica de lo que sería un ecologismo individualista. Se afirma que lo que necesitamos es vincularnos e impulsar demandas de “grandes mayorías” hacia las “dirigencias”. Es más, se enuncia –aunque solamente sea en el epígrafe- la voluntad de “entrar a la mesa chica” donde se decide la política del país. En este mapeo estratégico, se repiten categorías comunes a la militancia y los progresismos del siglo XXI tales como “batalla cultural” o “disputa de sentidos”. Una buena primera pregunta inicial sería: ¿Qué nos sirve, y qué no, de este popurrí de categorías?

Por más válida que resulte una crítica al individualismo en pos de la organización, la nota consta de un primer y enorme problema. Contra la ilusión de los individuos transformando la realidad en su individualidad, se contrapone la ilusión de los movimientos transformando la realidad a través del Estado. O sea, ¿puede el Estado construir otro modelo de producción? ¿Se puede disputar “modelos de producción” sin disputar el modo de producción? Para evitar miradas ideologizadas, evitaré hablar de fuerzas políticas puntuales. Hablaré del Estado. Y hablaré de hechos, de datos objetivos. ¿Pueden los Estados garantizar otro modelo productivo? Spoiler alert: no. La realidad material que se nos presenta en el medio de una pandemia causada principalmente por el modo de producción en el que vivimos –o sea, el capitalismo- nos indica lo contrario.

Mientras se celebra la entrada de tal o cual compañero a la dirección del Mercado Central, vemos cómo se incendian los pastizales del litoral y se desmonta selva y bosque nativo en diversos territorios argentinos. Si el precio del petróleo lo permitiera, Vaca Muerta estaría siendo explotada con fracking ahora mismo. Y no lo duden, cuando vuelva a ser rentable, gobierne quien gobierne, haya o no ministerio de Medio Ambiente, Vaca Muerta va a ser explotada. Esto no es una cuestión de fuerzas políticas. De hecho, el único punto de acuerdo que tenían los principales candidatos a presidente argentinos era la explotación de Vaca Muerta. Esto es, justamente, el designio tácito e impersonal del Estado capitalista de un país periférico, que no puede ser otro que la exportación de commodities para obtener divisas, pues, spoiler alert, eso es la economía de cualquier país periférico independientemente de quien gobierne.

Podemos discutir, después, si es lo mismo la nacionalización del cobre de Allende o la privatización neoliberal, y en cuántas manos se concentran esas divisas. Pero la ecuación intrínseca al capitalismo es un modelo productivo orientado al valor y a la valorización, lo cual va en plena contradicción con una soberanía alimentaria o cualquier producción de objetos en función de satisfacer las necesidades humanas. En nuestro caso, como país periférico dependiente, dentro de los límites del capitalismo, seremos siempre un productor de materias primas. O sea, tendremos una economía orientada a la venta de commodities para obtener dólares.

Para decirlo con cierta crudeza: mientras el mundo se va por el retrete, más fuerte gritan quienes sostienen la transformación de la realidad a través del Estado. Por eso digo, resulta compleja la expectativa en el Estado en medio de un capitalismo que entra, cada vez más fuerte, en una crisis de colapso civilizatorio. Parte de este problema es, como suele ser, el cómo de la contradicción que se elige. Para ilustrarlo mejor, pondré otro ejemplo.

Hablando con una amiga en enero, cuando recién asumía el nuevo gobierno y empezaban las movilizaciones anti-minería en Mendoza, ella me argumentaba la importancia del cambio a Ministerio de la ahora ex Secretaría de Medio Ambiente. En el mismo contexto en el que el ministro Juan Cabandié explicaba su incapacidad de actuar en el conflicto mendocino, argumentando que correspondía a la provincia establecer si era legal o no la minería a cielo abierto, mi amiga resaltaba la importancia simbólica del salto a ministerios en los mismos términos en los que el progresismo usa el concepto de “batalla cultural”. Es “simbólicamente” distinto ser ministerio o secretaría. Pero para que algo sea “simbólicamente” distinto, tiene que ser también materialmente distinto. Si no, lo que estamos haciendo es escindir al símbolo de su materialidad. Y si no es así, Macri dixit, creemos un ministerio de cuanto problema tengamos y habremos ganado la batalla contra la desigualdad en el planeta.

Todos los indicadores empíricos dan muestra de lo inviable de la estrategia estatal, de la plena contradicción entre producción capitalista y posibilidad de resguardo ambiental. Estado y mercado sostienen su relación tóxica hace ya más de 200 años. La pandemia deja como dolorosa lección que la racionalidad del Estado es la que resulta insuficiente a la hora de dar una respuesta y satisfacer las necesidades de la población. Sí, la del mercado también. Que se muera Milei, no es ese nuestro planteo. Pero Estado y mercado, neokeynesianos y neoliberales, son dos caras de una misma moneda, que es el sostenimiento de las relaciones sociales de producción capitalistas. Por eso, señalo: de lo que dan cuenta los datos mencionados es de, justamente, la contradicción entre salud y economía, entre valor y vida. Si seguimos pensando por fuera de esta contradicción, haciendo de cuenta que no existe, seguiremos, tal vez sin saberlo, transitando el camino 1.

De vuelta, digámoslo crudo: no hay modelo productivo ambientalista si no destruimos la idea capitalista de producción. Y eso no podemos hacerlo con las herramientas de producción y reproducción del capitalismo. Hacen falta nuevos enfoques, más valientes, más osados, que puedan dar cuenta de la irremediable necesidad de matar a un sistema que, si nos dormimos, nos mata a nosotros.

Macropolítica y micropolítica: estado e individuos

Retomando el planteo inicial sobre la crítica al individualismo “masa madre”, y a partir de revisar algunos materiales de JPC, encontramos que, en su búsqueda por un ambientalismo disruptivo, se intenta incorporar la contradicción entre “políticas públicas” y “acciones individuales” (publicación Instagram). Lo que se retoma es la oposición entre micro y macropolítica. Ya mostramos lo complejo que se vuelve reducir la esfera de la macropolítica al Estado. Problematicemos, entonces, la reducción de la micropolítica a la esfera individual.

Desde una postura un poco idealista, se podría señalar -y sería verdad- que cualquier movimiento político debe intentar construir canales dialécticos entre las esferas de la micro y macro política. Y que, de fondo, cualquier lectura de determinado momento es un reduccionismo de ambas esferas a su aplicación sobre la realidad social. Pero problematizar esta lectura de políticas públicas/macropolítica e individuos/micropolítica, intenta volver a abrir las estancadas y hegemónicas lecturas de la micro y la macropolítica que agobian el pensamiento militante. La pregunta que permite repartir y dar de nuevo es: ¿Por qué en el lugar de la macropolítica se ubica instantáneamente al Estado/“políticas públicas”? ¿Por qué la micropolítica se piensa sólo como accionar “individual”?

Volvamos a nuestro individuo ambientalista. ¿Qué motiva a miles de millones, a lo largo y ancho del globo, a adquirir prácticas de consumo ambientales? Para responder esta pregunta, deberíamos hacerlo en dos partes:

En primer lugar, existe una comprensión y un compromiso ético-político con los problemas que afronta y produce al mismo tiempo el capitalismo del siglo XXI. Aquellos dispuestos a hacer “algo al respecto” conforman nuestro primer anillo de interpelación. Para decirlo en criollo: los compañeros que asumen compromisos individuales ético-políticos están potencialmente de nuestro lado.

En segundo lugar, podríamos decir que aquelles sujetes que deciden incorporar prácticas de consumo con perspectiva ambiental, asumen compromisos en dos niveles de profundidad. En un sentido más superficial, asumen que en su acto individual están transformando la realidad. Esto es lo que se le critica al ambientalismo “masa madre” de la nota, aunque luego se pretenda darle síntesis en materiales posteriores. En un nivel más profundo, se asume que, como consumidores, tenemos poder sobre la producción.

La idea de que la esfera de la circulación de mercancías rige la de la producción de mercancías es una de las ilusiones sobre las que el capitalismo constituye su subjetividad. Somos “libres” de consumir lo que queramos. Esto no pretende tirar por la borda el compromiso ético-político con el que millones de personas a lo largo del planeta asumen su existir. No toda dimensión de la política se mide en la eficacia pragmática, o al menos no se mide solamente en la eficacia pragmática a una política que se pretenda disruptiva. 

Ahora bien, el problema existe cuando se asume la eficacia pragmática de una estrategia que no la tiene. Pero cuando decimos esto, no estamos solamente repitiendo la crítica a los compañeros y compañeras que hacen masa madre. Porque de lo que el ambientalismo de las políticas públicas no se percata, es que proponer políticas públicas que favorezcan, por ejemplo, a la agroecología como alternativa productiva, replica el mismo problema.

Pero si la agroecología es una instancia productiva, ¿por qué pasa esto? La agroecología disputa la esfera de la producción únicamente en apariencia, ya que es una alternativa productiva, pero no una alternativa a la producción en sí. De hecho, en países del primer mundo, la producción agroecológica termina conviviendo, sin mucho problema, con el agronegocio. En cualquier ciudad del primer mundo pueden comprarse, en el mismo supermercado, tomates orgánicos y tomates transgénicos, pollos de granja libres de hormonas y pollos producto del agronegocio. 

Suele ocurrir en estos países que los productos agroecológicos copan el mercado de consumo de la clase media progresista, dado que cuestan más que los del agronegocio: el no uso de productos químicos encarece su producción deficitaria en términos de valor para poder ser una producción a gran escala. El resultado inmediato de producir agroecológicamente dentro de los márgenes del capitalismo encarece la producción de alimentos, de la misma manera que sembrar soja sin glifosato y sin monocultivos haría que la Argentina pierda competitividad y divisas. Y es que este ejemplo nos muestra que, como estrategia de ruptura, la agroecología pierde también ante la dictadura del valor, mientras no pueda romper con la idea capitalista de la producción. 

¿Son por esto desdeñables las luchas contra el glifosato? Para nada. De lo que se trata, en última instancia, es de poder mostrar con la mayor claridad posible la contradicción entre valor y vida humana. Pero hacerlo implica encadenar a la lucha ambientalista de manera distinta a como se la encadena dentro de la estrategia de las políticas públicas. Por supuesto, no queremos quitarle valor al trabajo que llevan a cabo los movimientos sociales. 

El trabajo y la herramienta de subsistencia que otorga la agroecología a muchos no es para nada despreciable. Obtener recursos públicos significará para estos compañeros más trabajo y mejores condiciones de producción. Estamos, más bien, haciendo el ejercicio de ver los límites de nuestros planteos. De seguir su desarrollo lógico para poder visualizar sus resultados inmediatos.

Pero para ver límites, también debemos ver las potencialidades. Decía que no es la única esfera de análisis la eficacia pragmática de una política determinada. Y ahora sí pretendo volver de la idea de individuo a la de micropolítica.

¿Para qué nos sirve la micropolítica, y cómo volverla disruptiva? Una micropolítica disruptiva debiera cultivar en nosotros mismos nuevas maneras de pensar y sentir, por fuera de los mandatos subjetivizantes del capitalismo. Esto es, llevar a nuestros propios afectos y decisiones la contradicción valor/vida humana. En ese sentido, resulta más que interesante que miles de millones de personas estén dispuestas al ejercicio de intentar existir por fuera de las maneras de vivir capitalistas. Pero esto nos vuelve a correr de lo individual per se, y nos lleva, más que al concepto de individuo, al de lo colectivo. 

Lo colectivo no es igual a la suma de los individuos, sino lo que nos trasciende como individuos. Podríamos señalar que la sobreidealización de los compromisos ético-políticos respecto a la comida generan que se pierda de vista que, de la misma manera que contiene violencia un bife de chorizo, también la contiene el teclado en el que escribo o el smartphone con cobalto extraído por trabajo semiesclavo en el Congo, desde el que algún lector no tan precavido lee estas líneas. Cierta fetichización de que mercancía es la comida y no absolutamente todo lo que nos rodea. Pero esto no niega que esa concepción, bien desarrollada, podría llevarnos a considerar que mercancía es todo lo que nos rodea.

El ambientalismo estatalista corre el riesgo de quedarse con los pies fuera del plato de la política disruptiva. Qué es disruptivo y qué no lo es, no es por supuesto algo tallado en piedra. Pero mientras las distancias entre la política y la realidad sean las de la Argentina arrasada por los incendios y una propuesta del ejecutivo para establecer educación ambiental en las escuelas, la grieta entre la política y la realidad se ensanchará. 

Para evitar este ensanche, poder ver las dimensiones de la micro y macropolítica, siempre y cuando tengamos el pesimismo de la razón como para ver sus límites y el optimismo de la voluntad para ver sus potencialidades, es un ejercicio que vale la pena. Desarrollar los planteos hasta su contradicción final, abrir el debate sobre qué ambientalismo necesitamos es el primer paso para construir un puente al segundo camino. Porque, como dicen Fisher, Zizek y Jameson, es el fin del mundo o el fin del capitalismo.

 

Arte: Facundo Barreto