Fermín Rodríguez ha publicado en los últimos doce años dos voluminosos textos de crítica literaria, Un desierto para la nación. La escritura del vacío (Eterna cadencia, 2010) y, recientemente, Señales de vida. Literatura y neoliberalismo (EDUVIN, zona de crítica, 2022). Actualmente se desempeña como Investigador de CONICET y como docente en la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Es doctor en Literatura Comparada de la Universidad de Princeton (EE.UU). Fue editor de la revista Los Inrockuptibles y co-editor y traductor del libro Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida. En esta conversación con Tierra Roja, repasa el entramado de sus dos libros y habla de la potencia de la literatura y de la crítica como modos de intervención.
Cae la tarde en Parque Patricios. Mientras Sandra sirve un vermut sobre la mesa y una andanada de pibes y pibas circulan por los alrededores para ir a ver a Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado –que esa noche subirán a los escenarios de la cancha de Huracán — el equipo de Tierra Roja se predispone a mover las mesas y las sillas, para poder sacar las fotografías con la mejor luz posible. Fermín Rodríguez se acomoda en un rincón de ese bodegón que lleva por nombre “El Mercado de las ranas”. La conversa se inicia, incluso antes de encender la grabación.
Sobre la mesa, los dos libros del invitado. Le digo a Fermín que, un poco retomado el legado del grupo Contorno, uno se ve tentado a pensar que en la lectura de ese corpus que escribió, aparece algo de mirada estrábica, ya que por un lado tenemos lo que en lenguaje de David Viñas es denominado como la literatura argentina y realidad política, y, por otro lado, aparece la perspectiva que tiene más que ver con la filosofía francesa, sobre todo la de los 60 y los 70: Gilles Deleuze, Félix Guattari, Michel Foucault. Tal vez por la incorporación de ese archivo se puede pensar la historia del país a través de la literatura –del siglo XIX más claramente en Un desierto para la nación, los últimos veinte años del siglo XX y los primeros veinte del XXI en Señales de Vida– y de sus discontinuidades. Leer el siglo XIX y el XXI también a la luz de algunos textos del siglo XX, alteradas las cronologías.
–Para empezar esta conversación, quisiera preguntarte primero si estás de acuerdo con esto que te comento, que se me presentó al leer tus libros y en segundo lugar, preguntarte cómo aparecen en vos, en tu obra, los legados teóricos y los literarios.
–Si lo leíste, está. Más allá de lo que yo pude hacer con eso y cuánto control tengo sobre lo que llamás mirada estrábica. De todos modos, si te tengo que contar cómo leo y cómo escribo, más bien me parece que la literatura, el corpus, el recorrido o trayectoria de lectura por textos que vienen de la literatura es lo que manda. Me parece que en la literatura, en el arte en general, se juega un tipo de saber que no dice cosas muy distintas de aquello que está hablando una sociedad, pero que lo expresa de otra manera, a partir de percepciones, del trabajo con el lenguaje. Mi propuesta no implica trabajar desde una paleta de conceptos teóricos para luego ir a buscarlos en la literatura, sino que trato de hacer trabajar el corpus literario, construir con eso una especie de relato crítico. Ahí reivindico la capacidad cognitiva que tiene una crítica que se pone a contar y a narrar, y ahí sí, eventualmente, en algún momento, me puedo cruzar con un corpus teórico. Pero si de lo que se trata de mantener, como vos decís, una mirada estrábica, no es a partir de un corpus teórico que domina, como una rejilla teórica que tiro sobre una serie de textos literario para ver qué puedo pescar ahí, como si fuera una red, sino que más bien reivindico el saber propio de la literatura.
Luego, sobre lo que planteas de los dos libros, en algún sentido creo que sí, que hay una relación entre ambos textos. Terminé de escribir Un desierto para la nación en el 2010, y ahí ya había empezado a tomar nota y a armar un corpus de lo que terminó diez años después siendo Señales de vida. Empiezo a leer, para escribir Señales de vida, en donde termina Un desierto para la nación. Lo que orientaba el primero era un proceso social, cultural, ficcional que se produce en el siglo XIX, donde se va montando una especie de máquina territorial que tenía una pinza material hecha de ejércitos, en primer lugar, pero también de organización del trabajo, y de viajes de naturalistas europeos por el Río de la Plata. Y la otra pinza era discursiva, que iba avanzando sobre el afuera del Estado. El desierto era lo que todavía no había sido absorbido por ese avance bicéfalo, discursivo por un lado y que movilizaba cuerpos y procesos vitales por otro lado, en la búsqueda por absorber eso que quedaba afuera y que al mismo tiempo hacía ruido, hacía crujir esa máquina. Eso constituían los territorios que trabajé en Un desierto para la nación.
En Señales de vida lo que pretendo cartografiar, mapear, son los espacios que aparecen no donde el Estado no llegó, sino más bien donde el Estado llegó y luego se retiró. ¿Qué pasa cuando ese Estado del siglo XIX, que avanzaba sobre ese afuera, cien años después, cuando se retira de sus funciones tradicionales? ¿Qué espacios, qué cuerpos, qué sujetos quedan? Este es el punto de partida de los territorios que trabajo en Señales de vida. Y también una búsqueda por poner a funcionar, como vos decís, la productividad del anacronismo. La cartografía por sobre la secuencia historicista. Por eso había abierto una primera página que se trata de una trayectoria, una cartografía, de un montaje de textos y no de una secuencia histórica, historicista, donde un texto va llevando al otro y donde un texto es causa del otro. Tratar de mapear de otra manera y hacer aparecer en esas cartografías relaciones que a veces la linealidad de la literatura leída como secuencia histórica no deja ver, pensar. En ese reordenamiento aparecen otro tipo de relaciones que el relato crítico construye, hay ciertas libertades. Ya que no soy escritor, como crítico pienso que se pueden inventar relaciones para hacer ver cosas que no se pueden ver antes de esa relación que estableces desde la crítica, a veces por azar (una lectura que se cruza con otra, un comentario que leí por ahí, un amigo que está leyendo algo y que sabe que estoy leyendo en cierto sentido y me hace cruzar con algo nuevo).
–Me gustó mucho de Señales de vida, en sus anacronismos, el hecho de que todo un entramado de autores y autoras se pongan a dialogar a partir de ciertas temáticas muy a tono con el subtítulo del libro, Literatura y neoliberalismo: los feminismos, la cuestión de los femicidios, del trabajo doméstico, pero también la precarización laboral, la Guerra de Malvinas, es decir, un conjunto de temas que a la vez van entretejiendo sus diálogos internos, en esto de alterar la cronología, el Fogwill de Los Pichiciegos entra en serie con el de Vivir afuera. Por eso quería preguntarte ahora sobre la selección de los materiales, que no son solo de literatura argentina, sino que también hay otras textualidades latinoamericanas. ¿Cómo fue la cocina de todo eso? Hubo cosas que imagino leíste y quizás quedaron afuera ¿Por qué, finalmente, quedó esa selección que hoy podemos leer en el libro?
–En esa lectura no lineal de una época donde el mapa o la cartografía manda por sobre la secuencia historicista, lo que encontraba era una serie de relatos que de algún modo se la vieron venir. La literatura captó antes que otros discursos, como si dijéramos en vivo, mientras estaban instalándose ciertas transformaciones de los regímenes de sentido, de poder que todavía no habían entrado al radar de las ciencias humanas, del periodismo, de las ciencias sociales, de las ciencias políticas. O sea, habían entrado pero todavía no había un vocabulario que permitiera nombrarlo. La literatura entonces empezó a hacer ver, empezó a trabajar otra vez con los procedimientos y los modos de saber que tiene la literatura como percepción, como trabajo con la jerarquía de voces, como construcción de bloques de espacio y de tiempo, con producción de territorios. Hay algo que la literatura adelanta, por eso lo llamo Señales. No son signos todavía, no tiene un significado fijo, a veces ni siquiera está nombrado, es una atmósfera, es algo que está por pasar, no sabemos bien qué. Tiene efectos, está en el aire. Hay una novela que me sirvió mucho para pensar estas cosas que es justamente El aire, de Sergio Chejfec, algo que está en el aire que no se puede nombrar y que produce cuerpos, produce efectos, produce relaciones, territorio. Ahí hay algo para estar atento, en primera cuestión, a textos que están largando señales, que están registrando movimientos sísmicos pero desde una micropolítica. Hay un pasaje de lo macro a lo micro que se está jugando en estos textos.
En Los Pichiciegos, un texto del ´83, uno puede leer al joven menemista desempleado que no va a trabajar nunca y eso lo está haciendo la literatura en Argentina mucho antes de que se instale el neoliberalismo, al menos con el peso que tuvo luego (en Chile ya estaba). Y esa banda indigente de Fogwill en Malvinas, de algún modo la veo reaparecer en el precariado de Mano de obra, novela de Diamela Eltit, aparece un espacio sin Estado, donde el poder tiene la cara de un consumidor y en base a esa estructura de poder aparecen todos estos jóvenes que hacen lo que pueden para que no los echen, a la manera que los pichiciegos hacen lo que pueden, se arreglan con lo que hay afuera del espacio de los derechos o del reconocimiento institucional. Es decir, veo aparecer como fenómenos de bandas que no tienen a la ciudadanía como horizonte, como referencia. Y ahí se va armando una continuidad. Son cuerpos y producción de subjetividad que producen justamente en el retiro del Estado, y esto en el marco de las culturas nacionales, donde la construcción de territorio que tiene a lo nacional como referencia uno podría decir que es constitutivo de la literatura argentina y latinoamericana. El paradigma civilización-barbarie empieza con la literatura y es algo que pasa a la realidad bajo la forma de producción de subjetividades. Me parece que con el neoliberalismo ese paradigma se empieza a diluir, a deshacer. Lo que aparecen son neo-barbaries o espacios que ya no se pueden pensar a partir de la frontera entre civilización y barbarie: ciudades como la de El aire que están invadidas por el campo, el campo de la tradición nacional totalmente enrarecido por transformaciones que vienen del capitalismo pero también por todas estas economías informales que se empiezan a constituir por fuera de la escuela, del trabajo, de la estancia como unidad de trabajo y de poder. Cuando ya no queda más nada, entonces aparecen estos cuerpos precarios, donde la precariedad es por un lado, un modo de subjetividad, de control y, al mismo tiempo, es la posibilidad de nuevas formas de agrupación, de comunidad, de hacerse en el territorio, de otro tipo de lazos donde la disgregación estatal cayó, no porque hayamos tenido un Estado presente funcionando en todos los niveles, pero al menos el relato estatal como horizonte me parece que estaba funcionando. Acá se empieza a aflojar.
El mal tiempo, el clima, es otra de las cuestiones: hay muchas catástrofes climáticas en el libro. Y no en clave de eco-crítica, al menos no todavía, pero sí hay tormentas, inundaciones, todo tipo de alteración de escalas, donde la escala cronológica se altera por estas escalas climáticas, como un tiempo climático que va trabajando el tiempo histórico. Hay un tiempo que está trabajando los elementos de ciertas fuerzas disueltas que aparecen bajo la forma del clima para mapear algo que está pasando, que está transformando la vida de una literatura que se puso como en el reverso del relato neoliberal para mostrar la modernización neoliberal como catástrofe. Para mí es una literatura que capta eso, ciertas transformaciones. Uno podría decir que es una modernización latinoamericana más que deja un tendal de cuerpos tirados afuera de esos saltos, pero justamente se pone en el lado oscuro de ese proceso para mostrar las catástrofes o el tendal que eso estaba produciendo.
–En Señales de vida se puede leer, a modo de hipótesis que estructuran estas más de cuatrocientas páginas, algo así como que hubo un modo menor de la literatura que funcionó en el reverso de la trama neoliberal mostrando como catástrofe –decís- “por escucha, imaginación, escritura”, aquello que se presentaba como modernización. Y ahí aparecen historias a contrapelo en la literatura pero que uno podría pensar que de algún modo dan cuenta de una experiencia vital, de la propia vida de las personas durante el neoliberalismo. Me llaman la atención varias frases, sobre todo respecto de Fogwill, donde aparecen las pichiceras como devenires, donde “se constituye un desborde permanente del espacio estatal por el acontecimiento de resistencia de los cuerpos que en la capacidad de aguantar y bastarse a sí mismos ahuecan y defondan la territorialidad nacional”. Y después esta otra frase: “una vida digna debe ser vivida, tiene que ser algo más que un mero sobrevivir y poner en discusión lo que la humanidad considera deseable”. Hay muchas frases así en el libro, que se pueden leer en términos de lo que está expresando una literatura pero también lo que acontece en la experiencia vital de muchas personas que resisten. Entonces: ese entramado entre literatura y vida aparece un poco menos quebrado que en otras concepciones, ¿no?
–Me gusta esa entrevista que le hace Martín Kohan a Fogwill, en la que Fogwill defiende a ultranza esta capacidad de la ficción de vérsela venir y adelantarse. Eso en Los Pichiciegos es casi mítico: el texto que corre hacia el final de la guerra, que se apura a producir desde la ficción antes de que el discurso de la guerra sea dominado por las crónicas, por el relato de los que vuelven y cuentan historias. Está ese punto fuerte como concepción literaria: porque no fue a la guerra es que pudo escribir literatura sobre ella, pero porque sabía –dice Fogwill- otras cosas: sabía como cualquier varón argentino de esa época lo que era el ejército, porque había hecho la colimba; sabía lo que era el frío porque me gustaba navegar. Es decir, se movilizan una serie de saberes que no es solo la experiencia del ejército sino también la del frío. Una inmunización de saberes que en el caso de Fogwill vienen de la poesía, esa experiencia sensible que está siempre en juego en él para captar procesos. Así empieza el libro, con una discusión sobre la nieve, cómo era la nieve, que la nieve de la televisión no era la nieve que se te mete en las botas. Toda una discusión sobre la experiencia del frío versus el frío procesado por los géneros, por el cine, por la televisión. El debate con la tele: ¿qué es la nieve? La tele no sabe lo que es la nieve o es incapaz de transmitir o construir la experiencia del frío que supone la nieve. Son textos escritos en esa experiencia sensible. El cuerpo como campo de batalla. Yo no sé si hablar de una ideología neoliberal porque es algo que no se nos mete por las ideas, se nos mete a través de la piel, como hábito del cuerpo, se nos mete en los sueños. Justamente este cuerpo precarizado, al que se le retiran las identificaciones y los reconocimientos nacionales, es un cuerpo intervenido como campo de batalla donde se producen los sujetamientos y, al mismo tiempo, son los cuerpos de donde viene la posibilidad de la resistencia, esta categoría del aguante que Charly García capta, que le pone nombre, eso que está circulando, que está en el aire pero todavía procesado como concepto. Tiene un disco con ese nombre, donde se está jugando una dimensión del cuerpo donde la poética se transforma, el aguante no es la resistencia, el cuerpo que aguanta no es el cuerpo que resiste, que se rebela, no es el cuerpo de la militancia, es otro tipo de cuerpo al cual yo no quería tampoco despolitizar. Mano de obra es una novela donde el título de cada capítulo viene de una revista de la prensa obrera socialista del S.XX, que en Chile ha dicho muchas cosas. Cada capítulo tiene una marca de alguna de esas experiencias históricas perdidas, y abajo viene la voz del trabajador precario, el que no está sindicalizado, el que no tiene el trabajo como horizonte de inclusión, para quien el trabajo no es lo que define y construye un proyecto de vida, la jornada laboral se desdibuja porque dura las 24 horas. Ahí aparece como un aplastamiento con el discurso histórico, de la militancia, de la clase obrera cuando además de producir mercancías producía revoluciones. Parecería que se está aplastando al cuerpo de ese precariado, que se aferra con uñas y dientes a los puestos de trabajo para que no los echen, pero ahí resisten. Dicen “esto es una trinchera”, y otra vez la referencia a Los Pichiciegos: hay algo de la madriguera que está huyendo, que está en fuga hacia otros modos de pensar y hacer con el cuerpo, otros tipos de alianza, otros intentos de constitución desesperada que tienen esos precarios, en una novela que termina con todos en la calle, desempleado pero resistiendo desde el cuerpo, diciendo “somos iguales”. No van a formar un sindicato, pero salen a las calles con consignas que anticipan el 2019. Otra vez una novela de fines de los noventa como la de Diamela Eltit que está anticipando las revueltas estudiantiles del Chile de 2019, en donde aparecen estas subjetividades que movilizan otro tipo de redes, de ocupación del espacio, de la calle, que van a reactivar discursos de los ´70 pero en clave de un cuerpo que se alía de otra manera. Si hay un hilo conductor en esto, lo captás bien. Es esta política que opera al nivel de lo vivo, de los cuerpos. De nuevo los pichiciegos, que montan un mecanismo de supervivencia, porque saben que solos no sobreviven y eso los lleva a establecer estrategias comunitarias que por supuesto no esquivan la cuestión del poder, porque no son relaciones puramente horizontales, pero están basadas en una armonía que al aguante y al puro hacer vivir de un cuerpo que sobrevive le opone un hacerse vivir de forma activa que inventa su forma de comer, de comunidad, de intercambio, ahí donde no aparecía la salida.
Entonces le opongo al mero registro del viviente animalizado por una supervivencia este “hacerse vivir”, donde entra el deseo: no quieren comer, quieren comer milanesas. Y en una novela que está escrita desde el frío, todos tienen calor, todos están calientes. En esa serie de Fogwill que va del calor a la sexualidad. Hay algo ahí que se está constituyendo en un proceso que introduce el deseo en el medio de la mera supervivencia. No es sobrevivir de cualquier manera y a cualquier precio. De hecho, cuando le sueltan la lengua están tomando caña o ginebra. La tapa de la primera edición tiene el logo de la ginebra Bols. Me parece que hay otro relato posible ahí, no sé si llamarle heroico pero para nada despolitizado.
–De micro épicas, quizás. El aguante como eso que se puede relacionar con la cancha de fútbol, con los recitales, con lo que se va entramando en otras formas de politización durante el neoliberalismo…
–Totalmente. Estos son textos que tienen algo muy visionario. En Los Pichiciegos la idea de “visiones de una guerra subterránea”, pero también está la travesti atorranta de La Virgen Cabeza de Gabriela Cabezón Cámara, que tiene visiones, que escucha y tiene un rasgo medio profético que la pone en serie con las visiones de Fogwill para escribir. Y está el personaje de El desperdicio, de Matilde Sánchez, que no es una novela que tenga un centro pero en el proceso de lectura que hice irradió para muchos lugares y me permitió sacar muchas series. Hay un personaje que tiene el carácter de ir al futuro y el futuro lo encuentra entre liebreros en el medio de La Pampa, corriendo a pie liebres, cazando, ese es el futuro. Frente a una modernización que es una nueva relación de América Latina con el mercado mundial, hay una novela que termina con exportación de carne de liebre para un supermercado en Polonia y empieza con chicos repetidores de la escuela donde el personaje da clases, que abandonan para ir a cazar liebre en la temporada de cría, como una especie de resto común, porque justamente las liebres no tienen propiedad, no se pueden contener, no se pueden alambrar, saltan por encima o pasan por debajo de la propiedad de la tierra. Hay un resto suelto que a estas vidas precarias, en su imaginación y en su potencia de invención, les permite armar esto o acoplarse como eslabón de una cadena que termina como carne procesada y sirviéndose en un plato caliente de goulash en Polonia. Ahí hay algo anticipatorio de nuestro presente, no solo político y del tipo de subjetividad que define nuestro presente, sino también literario.
–Y hay algo de la idea del extrañamiento, ¿no?, en términos de lo que decían los formalistas rusos, de desautomatizar la mirada como poder de la literatura que opera en estas literaturas, contribuyendo a la desautomatización…
–Y a narrar en clave de extrañamiento que no inventa nada. No inventan en el sentido que documentan, captan un sismógrafo. Hay una transformación en ciernes, no es el historicismo de la novela del siglo XIX que capta una transformación invisible de un proceso objetivo que va para algún lado. Esto no sabemos para dónde va. Hay fuerzas que están trabajando, están transformando el presente, los modos de poder, los modos de producir sujetos, pero no sabemos bien para dónde va. Es una literatura que se abstiene de una propaganda, lo deja planteado. Hay una indeterminación, una ambivalencia que separa a la literatura de otros discursos, ahí donde el discurso político tiene que construir y producir un “nosotros” que no existe, a partir de la organización, la literatura disuelve ese nosotros para dejarlo en el plano de la indeterminación. El extrañamiento no es hacer ver lo que está oculto, más bien es volver visible lo visible. Estos textos que trabajo en el libro se dedican a eso, desplazando un poco el ángulo de la mirada.
–Para finalizar, te comparto una inquietud, en torno a la cuestión nacional en relación al neoliberalismo. ¿No te parece que hay algo de este último que ha profundizado la separación entre trabajo manual e intelectual, que en las últimas décadas los sectores populares quedan aún más lejos que en ciclos anteriores del universo de la literatura? En términos gramscianos, respecto de la literatura y la vida nacional diría, ¿no hay algo de lo nacional, entendido como parte de una herencia popular, de un archivo, de un conjunto de preguntas que circulan entre generaciones que, tomándolo propositivamente, pueda contribuir a recrear una imaginación para un nuevo proyecto de país? En general, estas textualidades sobre el neoliberalismo tienden a descartar la cuestión de la nación.
–Si hay algo que tienen estos textos que trabajé en Señales de vida –de Chejfec; de Matilde Sánchez; de Fogwill; de Aira- es que están de salida de la literatura. La precariedad no es en sus libros un tema sino que es una cuestión formal, casi como un procedimiento para escribir. Son textos que no tienen esa lógica del cierre como unidad autosuficiente, como tuvieron las grandes novelas modernas. Se están yendo hacia la vida, en la lógica de la vanguardia que se trataba de ir con el arte a la vida, no para reforzarla sino para transformarla. Hay algo acá que es una tensión, una orientación de textos que hacen de la precariedad formal textos muy inestables, que se están deshaciendo todo el tiempo o, si lo llevamos hasta Aira, que están hasta mal hechos -si se miden desde el punto de vista del cierre formal-. Ya no se trataría de hacer obras sino de inventar procedimientos para que cualquiera pueda escribir sin importar el resultado y eso es una política literaria que apunta a la democracia. Son grandes textos que se sacan de encima la obra como la vara con la que se mide la literatura. No identifican la literatura con la obra. La identificación de estos textos pasa por la escritura como procedimiento. Me parece que hay una política de la literatura que no va a la cola de una política en términos de esa tradición popular a la que te referís. Hay cierta autonomía, no de la que hace de un texto un texto literario sino la autonomía que la literatura tiene a diferencia de otros discursos, y cómo interviene en el campo político a partir de esa diferencia. La literatura está en red, no habla de otra cosa que de aquello que está hablando una sociedad, pero lo hace a su modo. El mundo que construye es un mundo construido con sus herramientas que permite no coincidir, aunque sí eventualmente converger… pero desde la no coincidencia con otros discursos. Es esa disolución de la literatura con la obra centrada en el autor, en ese dispositivo colectivo que no anuncia en términos personales, que no anuncia en términos de libros.
La pregunta sería entonces por qué tipo de alianza se puede pensar una literatura que se des-identifica con la obra, hay una apertura a la vida. Por vida uno puede entender otros soportes estéticos como la música, el cine, los activismos –los feminismos están atravesados y marcados por ciertas consignas, carteles y enunciaciones que tienen presente una política estética-. En esta salida de la literatura con la literatura hay un horizonte de alianzas posibles que retoman y transforman esta tradición que mencionás, en lugar de alejarse de ella. Van hacia ahí. Como decía Walsh en Esa mujer, voy hacia el pueblo “para no estar tan solo”. No sé si lo logra o no, pero ahí está el horizonte de deseo.
Fotos: Cecilia Talavera
Agradecimiento especial: Mercado de las Ranas