La tristeza de Él Mató a un Policía Motorizado mantuvo viva la llama de una desconfianza nunca apagada, incluso en nosotrxs mismxs, lxs jóvenes militantes de la primaverita kirchnerista. Una apatía que por momentos se celebra y se naturaliza, y por momentos se sufre. El cambio, para Santiago Motorizado, es la muerte de lo poco que queda y que nos queda. El cambio, para nosotrxs, nunca puede prometernos nada muy en serio. El sonido del siglo XXI.
Hay fragmentos, etapas, momentos dentro de la carrera musical de algunas bandas y artistas que solo pueden escucharse si se lo hace compulsivamente. Esto es, para cualquierx melómanx que se sabe oyente de un sonido más trascendente que unx mismx, condición objetiva. Condición subjetiva es, sin embargo, cuáles bandas y artistas generan en cada quien dicha obsesión.
En mi propia historia, obsesiones musicales –y no solo musicales– tuve muchas. Diré dos “clásicas” de cualquiera de nosotrxs, para romper el hielo: Los Redondos y Charly García. Los discos ricoteros que van de Gulp a Lobo Suelto/Cordero Atado, y los discos de Charly solista, que van desde Pubis Angelical/Yendo de la Cama al Living hasta Parte de la Religión son etapas de esos artistas que, en su propia trayectoria, me atrapan. Sí, también me gustan Luzbelito, Último Bondi a Finisterre, Como Conseguir Chicas y Serú Girán, pero no soy presa de su vuelo de la misma manera en la que me conectan, no ya solamente los discos, sino el propio recorrido de la banda y del artista.
Algo así me ocurre con Él Mató a un Policía Motorizado. Pero antes de empezar, digámoslo todo: con la verdad de frente y sobre las cartas, la mesa. No es que no me gusten La Síntesis O’Konor (2017) o La Dinastía Scorpio (2012), o que no me ponga contento verlos a Walter, el Pollo, Ricardo y el Chiqui de Okupas patear la calle mientras suena una nueva versión aggiornada de Vienen Bajando. Sencillamente, pienso -siento- que la trilogía que el colega Walter Lezcano define como “la trilogía del Sol” es un momento estéticamente insuperable. El propio Santiago Motorizado dice, en una vieja nota que puede buscarse en Youtube, que le interesan los momentos menos “maduros” de los artistas, porque antes del emprolijado hay algo tan genuino a lo que es difícil después volver.
Me refiero, por supuesto, a esos tres EPs que expresaron conmovedoramente un nuevo plot twist en la rica tradición del rock nacional argentino: Navidad de Reserva (2005), Un Millón de Euros (2006) y Día de los Muertos (2008). 1 hora y 18 minutos de emotividades propias, de un soundtrack que habilita desde volver borrachx y triste de madrugada, hasta la certeza de que el fin de los días nos encontrarán rodeadxs de lxs nuestrxs. Es difícil hacer un punk tierno, una tristeza hermosa, un sonido acompañado por una imagen que pueda al mismo tiempo despertar un estado anímicamente apagado y sobre-sensibilizado; la ambigüedad de tocar quintas en formato de arpegios. Él Mató es, sin dudas, el sonido del siglo XXI.
¿Por qué estamos tristes?
La trilogía de Él Mató se adelantó a todo. Al fin del mundo, al colapso de la burbuja inmobiliaria yanqui en el 2008, a la pandemia, a Macri, a un peronismo impotente, a que la palabra “libertario” ya no haga referencia a lxs anarquistas. Él Mató concibió su sonido mientras la Argentina transicionaba del 2001 a la primavera democrática 2.0: la primaverita kirchnerista.
Mientras casi todas las organizaciones políticas de izquierda –peronistas y no peronistas– abandonaban sus hipótesis construidas sobre escenarios de crisis, y el pensamiento social en general pasaba a pensar el ciclo político que se abría bajo la premisa de la estabilidad del capitalismo como telón de fondo, Él Mató cerraba su trilogía anunciando qué harían lxs jóvenes platenses ante un inminente fin del mundo: Voy a subir al techo a ver, a mirar el desastre, bajo la luz de la luna gigante/Ahora estoy arriba de mi casa con un rifle. La política organizada abandonaba la crisis sistémica mientras Él Mató era síntoma de la crisis anímica.
Habrá quién diga que es una tristeza importada, un coletazo tardío de los Strokes o de Sonic Youth. Y no es por negar la influencia de estas bandas en el sonido de Él Mató, pero en todo caso la pregunta es por qué pega ese sonido tristón en determinado momento y en determinado lugar. Es decir, por qué se salen a apropiar, desarmar y reconstruir algo de esas bandas extranjeras en La Plata del 2005.
Las guitarras melancólicas de Él Mató, joviales y apagadas al mismo tiempo, nos remiten a un contexto de pasado constante en el que todo fue de una manera, pero que ahora es de otra. Lo que perdura en el presente son fantasmas de cierto pasado en el que la felicidad abundaba. La navidad es una fiesta prometida que nunca explota. Los amigos piedra sostienen lo poco que nos queda. Hay en la banda una estética de la desconfianza.
Él Mató empieza su carrera en un momento de quiebre, con discográficas en crisis y la masificación del internet. El papanatas del rockstar super estrellita es reemplazado por un pibe inseguro que solo tiene para ofrecer la honestidad de su estado sentipensante constantemente frágil. La calle está poblada por viejos ebrios y perdidos que no pueden hacer más que brindar, pelear y hacer sonar las canciones de la calle: las canciones de la navidad. La navidad es canción de la fiesta popular o es una fiesta trivial. Lxs que no se corrompieron, sus campeonxs navideños, los que no chocan sus autos enfrente nuestro ni tampoco esperan la atención de todxs, están pero no están. El cambio, para Él Mató, es la muerte de lo poco que queda y que nos queda. El cambio, para nosotrxs, nunca puede prometernos nada muy en serio. El sonido del siglo XXI.
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La tristeza de Él Mató mantuvo viva la llama de una desconfianza nunca apagada, incluso en nosotrxs mismxs, lxs jóvenes militantes de la primaverita kirchnerista. Una apatía que por momentos se celebra y se naturaliza, y por momentos se sufre. La sospecha constante sobre el devenir de un país y un mundo que parecían normalizados, pero que solo necesitaban que un par de engranajes se rompieran para que vuelvan a develar su verdadero ser.
Un Millón de Euros (2006) nos hace pensar en ese afuera supuestamente idílico. En el futuro probablemente no haya nada, pero en la ruta tal vez esté todo lo que nos prometieron y no nos dieron. Era una voz lejos de acá y describió un millón de euros. Suspiros de felicidad, mi casa está en el desierto.
Un tema instrumental titulado Provincia de Buenos Aires es el número 6 de un disco atravesado por el horizonte de otros destinos, otros países, otros paisajes. Los “amigo piedra” son necesarios y son los mejores, pero los que sueñan con barrios mejores se quedan mirando la nada.
La tristeza de Él Mató es una tristeza política en el mejor de los sentidos. Y aquí es interesante incluso cómo el arte de Santiago Motorizado puede ser mucho más que la concepción política de Santiago Motorizado. Algunos dirán que esto no puede ser así. Sin embargo, para rebatir la comunión total entre arte y artista solo basta recordar que el arte de varixs artistas está a la izquierda de ellxs en tanto individuxs. Es decir, está a la izquierda de lo que hacen, de lo que dicen, de lo que piensan que piensan. El arte existe más allá de ellxs y con ellxs como límite.
Volvamos a Santiago Motorizado, quién más allá de haber expresado alguna simpatía por el kirchnerismo y alentar un cantito contra Mauricio Macri, no hizo ni dijo expresamente demasiado. La tristeza de Santiago y de Él Mató en la trilogía del Sol es una tristeza política, porque es una tristeza que desconfía de la realidad y de expectar algo de ella. Es una tristeza que, tal vez incluso sin que Santiago ni la banda misma lo sepan, anticipaba lo peor ante la evidencia empírica de la mejoría de las cosas. Ganábamos mejores sueldos, los milicos genocidas empezaron a ir presos, e igual seguíamos –incluso lxs militantes– tristes.
Y es algo de esa tristeza lo que hace que esa trilogía se vuelva obsesiva. Pero, para ser sincerxs, no creo que como generación logremos salir del binarismo de dos estados sensitivos: la fiesta hedónica descontrolada, por un lado, y la música que suena en el bondi cuando volvemos a casa de esa fiesta hedónica descontrolada, por el otro.
Una política de la melancolía apática es la contracara de una política del pop meloso-cínico, punto al que me referí cuando hablé de Babasónicos, de la misma manera que, dice el inglés Mark Fisher, la soledad de los smartphones es el reverso depresivo del MDMA. La tristeza profunda de la voz de Santiago es el reverso de la caricia melosa de la voz de Adrián Dárgelos.
¿Y ahora que todo explotó?
Y ahora que la economía explotó, que las pandemias salieron a la luz, que Macri ajustó, que el peronismo también. Ahora que el mundo y la subsistencia de la humanidad son un gran misterio, Él Mató marcha hacia un sonido más popero y menos sucio, más risueño y menos apagado. Algo de las cenizas anti-futuristas quedan, pero en sus letras los que se pierden ya no son los viejos ebrios, sino los perros. Cerrar una trilogía con un disco sobre el fin del mundo tiene el riesgo de que después del fin del mundo, el mundo siga existiendo. ¿Qué puede quedar de nuestra desconfianza en el futuro cuando la misma realidad nos dice que no existe tal cosa?
Seguro habrá nuevos momentos para la banda, y nuevos sonidos para nosotrxs. O tal vez, sencillamente, no los haya y también va a estar bien. A fin de cuentas, ya nada va a ser igual, vos no vas a ser igual/El fin de las vacaciones, de las mejores. A fin de cuentas, ya dieron mucho más que muchos otros. Igualmente, a no desesperarse. Tiempo para seguir malflasheando pareciera que tenemos y de sobra. El hundimiento del Titanic pareciera tener para rato. Y nuestro grito de guerra, por el momento, no parece ser mucho más que afirmar que, mientras el barco desaparece, seguiremos tocando. Nuevos discos, nuevas drogas, a la espera de un próximo movimiento, a la espera de una manera de trascender.
Ilustración: @ren.lu.m