El autor de Bastardos sin gloria, Reservoir Dogs, Django sin cadenas, Pulp Fiction, Jackie Brown, Kill Bill entre otros icónicos films, nos abre un nuevo mundo. En un generoso acto de altruismo nos regala su universo interno, aquel que antes solo podíamos tantear a través de alguna de sus tantas películas. Tarantino recuerda para escribir, ficciona para pensar, analiza para cuestionar y ensaya para comprender.
Ante la dificultad de delimitar las fronteras que definen una “forma”, definimos una imagen. Y es esta imagen -que a la luz de ella misma-, la que ordenará los hechos excedentes de la historia, trazando, desde el fondo, la significación última del último espectador: Quentin Tarantino.
La imagen es clara: Tarantino, sentado en cualquier butaca negra de algún cine alternativo de Hollywood, ve películas. Bullit, Harry el Sucio, Deliverance, La huida, Taxi Driver, Rolling Thunder; en doble tanda Joe, ciudadano americano y ¿Dónde está papá?; Cuando el destino nos alcance y El último hombre… vivo; El abominable Dr. Phibes y La mansión de los crímenes; El grito del fantasma y La residencia; y son todos estos filmes, inocentes e inofensivos para ese momento biográfico de Quentin, los mismos que serán la llave, la cifra secreta de su rigurosa producción cinematográfica.
Tarantino ve en retrospectiva, se ve a sí mismo, a ese chico de 15 16 17 años que, en los márgenes de las reproducciones hollywoodescas encuentra vocación de cineasta. Esta autobiografía enmascarada de crítica literaria desarrolla un recorrido laberíntico por los recovecos más hondos de su propia historia personal, que lejos de estar despegada del cine, se constituye con él.
Hay en él un signo de contracultura. “El pequeño que ve grandes películas”, se define. ¿Son esas grandes películas, aquellas que trabajan en línea con las referencias culturales y los marcos de una “época” o más bien, aquellas que escapan de ese núcleo ordenatorio, filiatorio, yéndose por las ramas? De la lectura de Quentin hacia los films podríamos decir lo mismo que Horacio González dijo de la lectura hacia los hechos históricos: se trata de ver “su grito interno, su obstáculo interior, lo que en ellos no puede pronunciarse, o que pronunciado, puede hacer estallar sus molduras internas de redacción.” Por eso la imagen congela y determina lo que vendrá. La imagen (y la clave) es la mirada de Tarantino.
¿Qué ve Tarantino cuando ve una película? Pareciera verse en el libro, que busca aquello que aloja a los films, pequeños gestos, escenas, que disparan algún tipo de narración interna.
Meditaciones de cine (el primer libro no ficción de QT) no es más que la mezcla, heterogénea y diversa de memorias, impresiones, pensamientos, entrevistas, intimidades, análisis, reflexiones sobre directores, actores, cintas, escenas, gestos: el ojo tarantiniano en estado puro, esa mirada casi punitiva, que decodifica films en los cines de Los Ángeles. El gran cineasta contemporáneo nos entrega una prosa llana y liviana, despojada de artilugios literarios y convenciones sociales. Tarantino fiel a su estilo, hace de sus letras su propia condición: dice lo que piensa.
Buceamos casi sin percibirlo en la conciencia del director -y del niño- que ve grandes películas en los márgenes del Hollywood de los 70. “Mis primeros años como espectador de cine -dice- coincidieron con los inicios de esa revolución (67’)». Esa revolución es la revolución del nuevo Hollywood que incluye la «guerra revolucionaria cinematográfica» (68’ 69’) y el año en que se ganó la guerra revolucionaria (70’). Este año, los 70, fue el año de marca, de hiato histórico, en el que el Nuevo Hollywood se convirtió en el Único Hollywood. Este nuevo cine dio nacimiento a una gran camada de directores, que a título de goce del lector, no faltarán sus abordajes: los niños mimados de la industria, los movie brats: Francis Ford Coppola, Steven Spielberg, Martin Scorsese, George Lucas, Brian De Palma, etc.
A modo de conversación, Meditaciones de cine nos ofrece una intimidad particular, una cercanía al interior de la gran industria cinematográfica norteamericana que no encontraríamos en otro lugar. O acaso hallaríamos en cualquier lado testimonios de la talla del colosal guionista Walter Hill, confesiones personales de Robert De Niro o Brian de Palma; una delicada y sentimental elegía de Barry Brown a Bela Lugosi; y hasta una profunda dedicatoria de Quentin a su gran amigo Floyd.
Claro que no despreciará el lector la complejidad de los análisis fílmicos y el sutil humor del gran director estadounidense; aunque también, deberá sortear los avatares del lenguaje, la siempre problemática -y productiva- traducción.
Se puede decir de Tarantino lo mismo que de Borges, en otra escala, en otra dimensión del arte. Borges antes que escritor era un lector. Tarantino antes que director es un espectador. Y es ese punto de anclaje, esa diferencia ontológica, la que marca la distinción. La ecuación se invierte: no es que produce, que crea, sino que registra. La diferencia (de la elaboración de una película) radica no tanto en los procedimientos de producción de un film, sino que se sitúa en lo previo, en la minuciosa y voraz mirada de films de otros, que no son más que el elemento sustancial de su propia creación.
He aquí la peculiaridad de Meditaciones de cine. Contracultura y marginalidad que producen un objeto particular: el director de cine más reconocido del mundo sin formación académica o, quizás, el último espectador.
Diseño de portada: El cartel de Suarez