En 1966, Rodolfo Walsh viajó a Misiones junto al fotógrafo Pablo Alonso. Uno de los lugares que recorrieron en busca de historias fue Colonia Luján, un paraje rural forjado por inmigrantes japoneses que llegaron a Argentina a finales de la década del cincuenta, asolados en su país de origen por las devastadoras condiciones económicas que dejó la Segunda Guerra Mundial. De esta experiencia surgió Kimonos en la tierra roja, una crónica periodística de 2386 palabras que se publicó originalmente en la revista Panorama, en 1967. Luego, la crónica se incluyó en la antología El violento oficio de escribir. Obra Periodística 1953-1977, cuya primera edición se lanzó en 1995.
El contexto en el cual estas familias japonesas se afincaron en Misiones tiene que ver con la política emigratoria que el gobierno japonés promovió entonces, en plena posguerra, a partir de la firma de Tratados de Migración con distintos países latinoamericanos con el objetivo de descomprimir la situación de pobreza que el país vivía.
Fueron 80 las familias que se establecieron en Colonia Luján. La mayoría lo hizo en el año 1959, tras un peregrinar de dos meses en barco desde Japón. Hoy, sólo quedan cuatro de esas familias en Misiones. Y Colonia Luján es apenas un recodo semi despoblado dentro del municipio de Garuhapé, donde aún hay resquicios y voces memoriosas. El punto de referencia del paraje es el kilómetro 1494 de la ruta nacional 12 (Walsh consignó erróneamente “ruta 14” en su memorable crónica). Allí, a un costado del camino y tapada en parte por un monte bajo, se encuentra una casa en ruinas, que conserva una llamativa forma oriental. Esta casa perteneció a la familia Matsunoshita.
-¿Usted recuerda que un periodista llamado Rodolfo Walsh vino a Colonia Luján en 1966 para conocer la comunidad japonesa?- pregunta este cronista.
-Sí. Yo lo recibí- contesta Roberto Matsunoshita, referente de la Asociación Japonesa de Garuhapé, quien vivió en la casa antes mencionada.
Tierra prometida
“Vinieron de lejos con sus tractores y sus canciones. Nueve años más tarde enfrentan la secular desgracia del campesino japonés: no era ésta la tierra prometida”. Así comienza el artículo escrito por Rodolfo Walsh.
Cincuenta y cinco años después, Roberto “Matsu” (como le conocen en el municipio de Puerto Rico, donde es propietario de una conocida casa de materiales de construcción) abre el portón del Club Social y Deportivo de la Asociación Japonesa y recibe amablemente al cronista. Cruzando esa tranquera, en un día diáfano y caluroso del extraño invierno misionero, asoma la imagen de un grupo de 16 personas alrededor de un campo de Gateball, un deporte creado en Japón durante la posguerra que, por el escaso esfuerzo físico que requiere, es considerado un juego ideal para adultos mayores. Sin embargo, sobre el césped bien cortado de este patio en Colonia Luján, pululan desde personas mayores como Akira Kikué, de 81 años, hasta la pequeña Nina, que el 16 de agosto próximo cumplirá su primer año de vida.
Se respira paz en el ambiente. La dinámica del juego (una mezcla entre el golf y las bochas que se juega entre equipos de cinco integrantes) tiende a la calma y salvo la inquieta perrita Luna y los mosquitos, nada atenta contra la apacible parsimonia de esta siesta.
-Yo nací y viví en Hiroshima, donde cayó la bomba atómica en 1945. Yo tenía 5 años. Pero estábamos a 50 kilómetros de ahí. Nos salvamos, pero muchos familiares murieron. Era fin de febrero cuando llegamos a Misiones. Mucho calor. Sesenta días en barco. Después quedamos unos días en Buenos Aires, después Rosario, después Corrientes y después Posadas. Cuando llegamos a Colonia Luján era todo monte. No casas. Había que usar la motosierra. Yo tenía 19 años y aprendí a usar motosierra
Quien habla, en un descanso de su turno en el Gateball, es Akira Kikué, un hombre que pese a su edad, ostenta un óptimo estado de salud y una memoria privilegiada.
-Yo me traje mi jeep Fordo Wiris de Japón, en el barco. Acá fue muy útil, sobre todo al principio. Conseguimos descartes de maderas y con eso hicimos las primeras casas. El gobierno japonés había comprado 3100 hectáreas para nosotros. Había vertiente para el agua. La ruta 12 era de tierra. Aprendimos a plantar y a comer. Mandioca, yerba. Mucha mandioca. Y mucha pesca.
Memorias niponas
“Habían traído sus máquinas, sus vehículos, sus equipos electrógenos. Hoy sólo quedan tres jeeps, un tractor. Los hombres aran la tierra con lentos bueyes, las mujeres acarrean el agua con baldes sujetos a largas pértigas, lámparas de kerosén parpadean de noche en las casas.”
Las descripciones de Walsh, se hilvanan en su crónica con testimonios atribuidos a japoneses con nombre y apellido, que hacen hoy posible la consulta de cada uno de ellos. Don Akira golpea la bola número diez, que a su vez impactará, metros después, en otra bola del mismo color: rojo. “El Gateball es un juego de destreza intelectual comparable al shōgi o el ajedrez” dirá después, de regreso a su silleta, donde recibe un papel de este cronista, con una lista de los nombres de las personas nombradas por Walsh en su crónica de 1966. En algunos casos, Akira menea la cabeza negativamente, como desconociendo algo.
-Suso Sekiya se fue a trabajar a la Embajada de Japón. Harumi Ida murió aquí hace 20 años. Kasuya Hoka plantaba tabaco y era floricultor. Se fue a Buenos Aires con toda su familia y no lo vimos más. Muchos se fueron a Buenos Aires, algunos pocos volvieron a Japón. Otros a Posadas, otros a Puerto Rico o Garuhapé. Sólo cuatro familias quedan en Luján.
Ryoko Tanabe tiene 79 años y es la única persona que no juega esta partida de Gateball porque tiene un brazo lesionado debido a un accidente doméstico. A un costado de la pista, sonríe al evocar sus primeros tiempos en Misiones.
-Tenía 15 años cuando vine. Yo soy de Fukuoka. Primero, muy difícil, había ura, pique, mucho mosquito. Comíamos batata todos los días. Sólo batata. Y fuimos pobres diez años seguidos. Nada de plata. Después todo fue mejor. Tuve tres hijos. Y ahora ya viajé cuatro veces a Japón pero me gusta más acá. Prefiero acá, más tranquilo y más lindo.
La colonización de Luján se hizo a puro sudor, serrucho, machete, motosierra, bueyes y hacha. En aquel momento, viajar a Posadas (distante a unos 150 kilómetros), implicaba un viaje de 10 horas por camino de tierra, que sólo se hacía por cuestiones de extrema necesidad. Se salía desde la terminal de Puerto Rico, donde una familia japonesa, Suanno, regenteaba un comedor con hospedaje. Mientras el proceso de colonización japonesa avanzaba, las familias convivían en un conventillo de madera. Esto duró hasta que las primeras casas estuvieron listas.
Hacia la década del sesenta, cuando Walsh visitó Luján, la comunidad ya contaba con una escuela, una agencia de cooperación, una sala de primeros auxilios y un destacamento policial.
Hallarse
Hokkaidō es la más septentrional y la más grande de las islas de Japón, conocida por sus volcanes y sus nevadas. Allí nació Sumiko Nakagome, una mujer que hoy tiene 80 años.
-Tenía 15 años cuando vine, pero primero fui a Mendoza, con mi padre y mi hermano. Allá estuvimos tres años. Me casé con Teodoro Gatica, un mendocino, que era albañil. Tuvimos cuatro hijos, pero él murió joven. Acá en Misiones, tuve una tintorería- cuenta Sumiko.
Mientras el partido de Gateball llega a su fin, uno de los hombres de la comunidad japonesa sorbe un tereré y se seca el sudor con la camiseta del seleccionado argentino que lleva puesta.
Para Roberto Matsu, una de las claves del afecto y el arraigo de la colectividad en Misiones tiene que ver con el respeto que la población misionera ha tenido y tiene con ellos. “Acá nunca fuimos discriminados, nunca sufrimos eso, y en otros lugares sí”, dice Matsu.
Don Akira sujeta en brazos a la beba Nina. El padre de Nina duerme un rato sobre el pasto. Su madre reparte un postre entre los y las presentes. La imagen de Akira con la niña sintetiza un recorrido generacional: ella es la más pequeña y él el mayor de los japoneses aquí en Luján.
Cuando la colonia cumplió sus primeros 50 años, en 2009, se realizó una publicación fotográfica que narra, a través de imágenes, la aventura de estas familias. “Este soy yo” dice Akira, señalando con su dedo índice a un muchacho que, junto a otros, luce en una foto blanco y negro una indumentaria poco conocida para la época y el lugar. Era el traje del primer equipo de baseball que los japoneses formaron en 1963 aquí en Misiones.
Entre las singulares expresiones que habitan en el habla misionera, el verbo “hallarse” cobra un sentido único cuando se emplea para denotar el grado de satisfacción de una persona con tal o cual lugar. Así, “me hallo” refleja aceptación, gusto. Y “no me hallo” es utilizado para expresar rechazo.
Doña Ryoko regresó cuatro veces a Japón. “Allá no me hallo, acá sí me hallo” afirma, mirando el horizonte del cielo de Colonia Luján, en momentos justos en que el sol, en trance, empieza a despedirse.
La última pregunta queda para Akira.
-Rodolfo Walsh escribió que ésta no era la tierra prometida para ustedes, los japoneses. Hoy que pasó tanto tiempo, ¿usted qué piensa?
Akira suspira, observa a su alrededor y emana una sonrisa.
-Pienso que sí. Misiones sí era la tierra prometida.