En el reverso de la historia masculina de la filosofía se dibuja una trama secreta: la clandestinidad de los enfermos. ¿Es posible ensayar una historia de la filosofía como historia de la depresión masculina? Desde Descartes y Kierkegaard hasta Fisher y López Petit, pasando por Camus y Sartre, una lectura de la depresión y los sueños atravesada en la búsqueda de una intimidad común.
“La depresión no es tristeza, ni siquiera un estado mental, es una (dis)posición (neuro)filosófica.”
Mark Fisher, Los fantasmas de mi vida
“La filosofía te salva”, suelo decirle a un amigo. Y es cierto: en mi vida la filosofía ha tenido efectos terapéuticos. Hay lecturas y escrituras que otorgan estrategias existenciales para liberar una vida aprisionada, inhibida en sus enfermedades.
En el reverso de la historia masculina de la filosofía se dibuja una trama secreta: la clandestinidad de los enfermos. Una conspiración entre desertores, una alianza entre sintomáticos. El bestiario de la filosofía nos enfrenta a cuerpos melancólicos, locos, borrachos, maníacos, solitarios, apáticos, delirantes, obsesivos, histéricos…
Esta sintomatología es el resorte de una intuición: ensayar una historia de la filosofía como historia de la depresión masculina. Una lectura sintomática de los filósofos varones que me conmovieron, desde Descartes y Kierkegaard hasta Fisher y López Petit, pasando por Camus y Sartre. ¿Artaud y Nietzsche? ¿Dostoievski? ¿Guattari?
Ejerciendo el justo arte de la sospecha inquisidora, ustedes me dirán que se trata de una historia de la depresión filosófica demasiado europea, blanca, cis y varonil. Canónica. Y si, tienen razón, es exactamente eso. Una historia de anomalías y capturas. Historia de aquello que en los otros encuentro de más íntimo e impersonal. El don de una intimidad común nos liga con los autores y libros que amamos.
La historia de la filosofía como historia de la depresión masculina es una historia de la politización del malestar.
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“Pienso, luego existo”, es la frase que resume la invención filosófica de la depresión masculina. Descartes no solo creó la razón moderna (el ego del capitalismo colonial). Así como San Agustín inventó la intimidad al descubrir a Dios adentro suyo, Descartes fundó la depresión masculina como perspectiva sintomática del filosofar.
Solitario y rumiante, sentado al lado de una estufa, la violencia de la noche le arranca al cuerpo cartesiano la verdad de la razón depresiva. Esta es la escena más famosa de la historia de la filosofía moderna: el joven Descartes duda de todo. Duda de sus creencias, costumbres y aprendizajes; de sus progenitores; de sus cinco sentidos; de la realidad del mundo exterior. Duda, sobre todas las cosas, de su propio cuerpo.
Descartes puede dudar de todo, pero no puede dudar de que está dudando. Y en ese mismo acto afirma su existencia en tanto pensamiento. El dualismo cartesiano, la grieta entre la mente y el cuerpo, entre lo sentido y lo pensado, es uno de los principales síntomas de la depresión filosófica. El idealismo, por su parte, es aquel afecto que lo distancia y lo aferra al mundo. La demostración cartesiana de la existencia de Dios es una trinchera ante las tentaciones de la carne. El cuerpo es el genio maligno de la depresión. La premisa negada de la enfermedad de la razón.
Para ensayar una historia de la depresión masculina es necesario seguir hasta las últimas consecuencias estos síntomas filosóficos de la invención cartesiana.
El hombre del subsuelo de Dostoievski, el extranjero de Camus, el caballero de la fe de Kierkegaard, los hijos de la noche de López Petit o los fantasmas de Fisher, son personajes que prolongan la emoción básica del filosofar masculino: la depresión.
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Tuve un sueño que resume mi depresión: yo, Emiliano Exposto, recibo un mail de Emiliano Exposto que dice lo siguiente: “Emiliano, tus textos y clases son malísimas. Y vos sos un pelotudo. Saludos, Emiliano”.
La depresión masculina es una enfermedad del pensamiento. Tiene la fuerza de una voz severa, que juzga e incrimina. “Sos un pelotudo”, es la sentencia onírica. El cuerpo sufre y la mente no tiene respiro cuando la carne se ahoga. El saber del síntoma revela la angustia de una metafísica. Kierkegaard la llamó “desesperación”: el agotamiento de ser uno mismo, pero no poder dejar de serlo.
“Vos te vas a morir de aceleracionismo”, me repite un amigo. Y yo recuerdo los movimientos de velocidad y reposo de los que hablaba Spinoza. Mi ansiedad es el reverso de la depresión. Es una enfermedad del cuerpo, ya que la agitación de la carne es el doblez de la euforia de la razón. Es un síntoma de las intensidades y los ritmos. Un impulso exigente que impide parar. No poder parar de escribir, de tomar alcohol, de no comer, de trabajar. El malestar de no saber “hacer nada”.
Las fuerzas sociales que se encarnan en esos síntomas inducen una oscilación anímica. Un zigzagueo neuronal entre el entusiasmo maníaco y el bajón depresivo. En mi caso, esta oscilación sensorial tiene una textura “existencialista”. Presenta la atmosfera de un loop sin sentido. Un remolino de ideaciones ensimismadas, que niegan y afirman el cuerpo en el mismo vaivén afectivo.
Conocí la filosofía existencialista cuando atravesé mi primer crisis anoréxica. En esos meses descubrí dos cosas importantes. Descubrí a Nietzsche en la novela de Kundera La insoportable levedad del ser. Y descubrí a mis ojos mirando mi cuerpo como otros no me estaban mirando a mí.
Tuve un sueño que resume mi anorexia: un niño de 10 años, vestido con una remera blanca muy larga, un peluquín negro y un bigote de Hitler me espera detrás de la puerta de una habitación oscura. Al ingresar, el niño me arranca el estómago. Con mi estómago en su mano, me mira a los ojos y se ríe.
La anorexia es una experiencia digna de Alicia en el País de las Maravillas. El anoréxico vive entre el vacío y el exceso, entre niños y déspotas, entre dudas metódicas y distorsiones metafísicas. Las aventuras de la princesa del inframundo son la parte maldita de la razón cartesiana. La pesadilla de la creación filosófica de la depresión. “Que le corten la cabeza”, es la sentencia antiracionalista de la Reina.
Lewis Carroll inventó la anorexia masculina: cálculo y sustracción, espejos y pastillas, especulación y agujero, delirio y rigor. “He cambiado tanto que ya no sé quién soy”, es la frase de Alicia que condensa el devenir anoréxico. Una vida que persigue un conejo imposible de alcanzar, y en la cual uno nunca se hace lo suficientemente pequeño y siempre se siente demasiado grande. Este desarreglo de los sentidos es la otra cara de la disciplina anoréxica, donde el cuerpo es lo más presente y lo más ausente. La anorexia es la verdadera enfermedad carrolliana.
La filosofía es un síntoma del que estoy enfermo y no quiero curarme.
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La historia depresiva de la filosofía es un archivo de políticas del síntoma. Por un lado, la depresión tiene la fuerza sensible de una inadecuación, una anomalía. Fuga y pliegue en el campo sentimental de la masculinidad. Y por el otro, la razón masculina es una captura que legitima la hegemonía de los privilegios patriarcales.
Existe una ambivalencia política en la depresión filosófica. Es una historia de anomalías y capturas. De fuerzas ambiguas: insumisión y obediencia.
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Tuve un sueño que interrumpió la escritura: le cuento entusiasmado a S que estoy escribiendo un texto sobre filosofía y depresión. Y ella me contesta: «Emi, ya fue escribir textos… Hacete un Only Fans que se llame Neuro-porno. Y mientras coges hablas de filosofía«.
Recuerdo el sueño apenas despierto. Se lo cuento a S y a algunos amigos. Nos cagamos de risa. Y pienso en la risa disolvente de Nietzsche, aquella que hacía del placer del cuerpo un antídoto contra la amargura de la razón. Y también pienso en Freud, para quien el saber del inconsciente tiene la forma de un chiste.
Ya no puedo seguir escribiendo. O al menos no puedo hacerlo de la manera que vengo haciéndolo. ¿Por qué escribir filosofía cuando podría ganar dólares cogiendo y hablando de depresión?
La enseñanza de Descartes es clara y distinta: hay que tomarse en serio los sueños.
Soy un cuerpo. La escritura y el disfrute son una necesidad erótica de la carne.
La historia masculina de la depresión filosófica puede esperar.
Primero tengo que aprender a vivir.