Chile sigue dando que hablar: por lo que pasa o por lo que no. Tierra Roja viajó a ese país en septiembre donde pudimos acompañar la culminación del proceso constituyente que derivó en un rechazo al texto propuesto. La semana pasada se cumplieron 3 años de la revuelta que conmocionó al país y aprovechamos la ocasión para reflexionar en torno al pasado y futuro de Chile, de la mano de distintos referentes y amigos con los que pudimos analizar el panorama social y político. ¿Qué cambió en el país en este tiempo? ¿Por qué no ganó el apruebo? ¿Qué pasa con el gobierno de Boric?
El mes de septiembre tiene en Chile una carga histórica fuerte: se concentran gran cantidad de eventos que fueron trascendentales para el país andino. “Un mes de toda la luz y toda la oscuridad”, lo denominó un viejo periodista en un acto recordatorio por la detención y secuestro de uno de sus colegas, José Carrasco Tapia, ocurrido el 8 de septiembre de 1986, a manos de la CNI (Central Nacional de Informaciones; una especie de SIDE nuestra). El cuerpo de “Pepe” Carrasco apareció en una de las paredes del Cementerio Parque del Recuerdo, en la comuna de Huechuraba de la capital santiagueña, con 14 impactos de bala. Ese ataque fue una represalia concreta y un mensaje claro a los grupos disidentes del gobierno pinochetista: un día antes, el 7 de septiembre de 1986, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) había realizado un atentado contra el dictador Augusto Pinochet, que tuvo varias víctimas fatales, pero que no logró su principal objetivo. Matar al periodista fue, para la dictadura aún reinante, una forma de dejar claro quien mandaba.
El domingo 4 de septiembre de este 2022, se obturó -no sabemos hasta cuándo- la posibilidad de cambiar la Constitución heredada del pinochetismo. Después de las jornadas de votación de todo el día, por la noche se congregaron los grupos que disputaban las dos opciones: apruebo o rechazo. La represión cayó sobre quienes cargaban con la amarga derrota.
Al siguiente domingo, el 11 de septiembre, se cumplieron 49 años del golpe a Salvador Allende y el inicio de una dictadura militar feroz. La movilización principal al Cementerio General, donde se encuentra el Memorial de los Detenidos Desaparecidos, terminó con carros hidrantes desparramando sus químicos, pibes vestidos de negro rompiéndolo todo y militantes dolidos por el final siempre predecible.
Una semana después fue 18: las llamadas fiestas patrias chilenas, que conmemoran el proceso independentista que los desligó de la corona española y dio lugar a la formación del propio Estado-nación. Como suele suceder, se decretó fin de semana extra largo (viernes- sábado -domingo- lunes) para abonar la juerga ciudadana y al posible turismo interno. Se replican los bailes y las chuecas y los actos y las actividades al aire libre y las juntadas y la alegría y -sobre todo- los alcoholes en sus diversas formas. Pero lo que más se multiplica son los símbolos patrios: hay banderitas chilenas a donde sea que uno vaya. Incluso en las zonas más humildes, en las chozas más precarias, se lucen orgullosas en algún poste. El sentido de pertenencia pareciera más fuerte que el de la justicia social, el de la integración o el del acceso a los derechos ciudadanos más básicos. El país entero se sumerge en un gran paréntesis social; al menos hasta que arranque octubre y la realidad vuelva a despuntar con todo.
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El 18 de octubre se cumplieron tres años del estallido social que desorientó la brújula política local e internacional, y obligó a dejar de repetir que Chile era el país con mayor estabilidad, equilibrio financiero y progreso de la región. Por fin, se vio la contracara de la moneda.
Durante las jornadas de aniversario se vivió en las calles una nueva dosis de adrenalina: al menos 18 focos de desórdenes y saqueos, 50 detenidos y cerca de 30 heridos. El gobierno salió a destacar triunfalmente que hubo una disminución de los saqueos (que en 2021 fueron 48) y de miembros de carabineros heridos; una cuenta algo desafortunada para un contexto como el actual.
Gabriel Boric, el presidente más joven de la historia de Chile, asumió su gobierno el 11 de marzo de 2022; luego de unas elecciones teñidas de bronca y hartazgo popular. Representaba una fuerza distinta, con un recorrido de izquierda y un discurso allendista. Pero el problema siempre son los actos: sobre todo cuando no coinciden con los discursos. Rumbo errático y por momentos desconcertante. “Es un gobierno efectista, del espectáculo. El símbolo está por encima de la ideología”, sentenció Víctor Hugo Robles, un personaje interesantísimo de larga trayectoria militante en la comunidad homosexual de barrios populares. Robles pone como ejemplo el nombramiento de Maya Fernández Allende, nieta de Salvador, al frente del Ministerio de Defensa cuando ella es de profesión veterinaria: “No tiene conocimientos en defensa, y la nombran cómo guiño a las fuerzas armadas pensando que el próximo año se van a cumplir 50 años del golpe militar. Incluso ha sido ejecutora de las políticas colonialistas y represiva contra el pueblo mapuche. Es un personaje atractivo para la prensa internacional; Boric usa y abusa del legado histórico de Salvador Allende”, remata.
Una de las promesas de campaña de Boric fue que liberaría a los presos de la revuelta de 2019 (por ejemplo, mediante amnistías); algo que no sucedió. La calle sigue siendo un terreno de agite y la represión no cesó en ningún momento de estos siete meses. ¿Qué hacemos con Carabineros, una institución militarizada, violenta, pero tan inserta socialmente? ¿Cómo tocamos lo intocable de un país? Hasta los más oficialistas asumen que hay bastante de voluntad política en la decisión de no ponerle un punto final a las prácticas policiales. “Hay algo muy impactante en Chile que yo creo, está ligado directamente con tantos años de dictadura, que es que en verdad la gente no puede ejercer el derecho a la manifestación porque te reprimen siempre. Hemos tenido represiones el 8 de marzo o el 25 de noviembre”, explica Rocío Alorda, periodista y parte directiva del Colegio de Periodistas de Chile. El derecho existe en la teoría; en la práctica, conlleva una consecuencia ya asimilada socialmente. ¿Cómo se desarma una cultura de la represión?
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La propuesta de Constitución fue rechazada por el 62% de los votantes. A su manera, el fenómeno del proceso constitucional da cuenta de la encrucijada del debate político y social de Chile. El texto ensalzaba disposiciones difíciles de consensuar para las grandes mayorías: se alejaba de los reclamos más básicos, mientras recalcaba cuestiones muy ligadas al mundo progresista de lo políticamente correcto. Un texto maximalista, un libro muy gordo con demasiados temas. El que abarca mucho poco aprieta, dice el dicho.
Sobró cierta dosis de ideología y faltó una mirada situada sobre la sociedad en la cual se estaba articulando esa Constitución. Faltó una mirada más bajada a tierra, más codo a codo, más universal. La búsqueda de los intereses colectivos chocó con las lógicas identitarias a las que se aferró el texto constitucional y -sin quererlo- perdió contacto con las grandes masas chilenas. No es que fuera un texto revolucionario; y aunque sí fuera muy de avanzada en varios aspectos, hubo algo en el campo de la no-identificación. “No toca la minería, no nacionaliza nada; esto no es el socialismo. Pero sí creo que puso foco en ámbitos que en Chile no habíamos explorado, como el tema plurinacional. Y Chile es un país aún muy colonialista y a la vez muy racista. ¿Duele verlo, cachai?”, dice la periodista algo resignada. La exploración fue arriesgada y salió mal: cuesta consensuar algo nuevo entre tanto descontento viejo.
También hay explicaciones más pragmáticas: las elecciones obligatorias funcionan como un voto forzado para muchos y muchas que se consideran desinteresados del ámbito de la política. El voto castigo jugó a favor del rechazo, mientras que las elecciones anteriores habían concentrado a los electores politizados o al menos, involucrados con el posible cambio. Se rompió la burbuja y la realidad quedó al desnudo.
Pero también había una discusión del texto y una discusión por debajo del texto: no era solo lo que decían esos artículos, sino la posibilidad que abría, un cambio subjetivo, una posición discursiva. Ganar la elección implicaba un hecho político, una posible habilitación a grupos y sectores aparentemente minoritarios, y a discursos más disruptivos respecto al sistema vigente. Que ganara el rechazo -por más que las razones fueran varias y muchas válidas- implicó un reacomodamiento por derecha: no solo para los sectores de derecha en sí -que se regocijaron sin pudor-, sino para todo el arco político, empezando por el propio gobierno. Con el diario del lunes, uno no puede menos que pensar lo necesario que era desnudar esa dualidad, explicitar los dos niveles; aún a sabiendas de lo deficitario del texto. Vayamos por todo, pero ahora vayamos por algo.
Perdió el Apruebo y el gobierno de Boric lo anotó como un gol en contra: toca salir a defender con poco y nada. El gobierno busca un centrismo que le hace perder por izquierda y por derecha; no suena como la mejor estrategia. Se bajaron las expectativas: ni siquiera los más optimistas piensan que se pueda llegar a avanzar sobre la ley de pensiones o la regulación de un sistema de salud que no implique el endeudamiento crónico de los y las trabajadoras. Una posible nueva constitución, mientras tanto, seguirá durmiendo el sueño de los justos: “Por problemas de agenda y para consensuar posiciones: partidos suspenden reunión por proceso constituyente y conversaciones retomarán la próxima semana”, tituló el diario La Tercera el 19 de octubre; aunque podría ser una nota de la semana pasada o de la que viene.
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Hay otro problema, estructural, que enraíza muy bien (demasiado bien) con la ejemplaridad de administración neoliberal con la que Chile logró ser estandarte para el mundo entero desde los 70 en adelante: la falta de organización social. No es un hecho sólo político; es una realidad cultural, una sintomatología social. “Hay una forma neoliberal en la administración del tiempo y de los recursos en la vida de los sujetos: no se piensa en colectivo, se piensa siempre desde el individuo”, nos dijo Marcos Sepúlveda, economista y fotógrafo testigo de la primera línea de combate durante las jornadas del 2019.
El enaltecimiento del individualismo como contracara de la supresión del sujeto colectivo, tiene también su terreno fértil en el discurso de la anti política. Pero, así como el rechazo a toda institución puede resultar completamente inconducente, es un sentimiento que se erige en una desconfianza real y fundada hacia la clase política que ha manejado el país desde la transición democrática en adelante. La derecha hizo negocios, pero la Concertación defraudó. Piñera es uno de los hombres más ricos del país, pero Boric es un gobierno de gestos, de pura retórica pero poca acción.
Y la desconfianza no es unilateral, es de ida y vuelta. Con la revuelta se vio algo de eso: no hubo partidos políticos que quisieran hacerse cargo de ese desmán de gente en la calle, o posicionarse abiertamente a favor de una revolución ciudadana. Una dirigencia que no confía en su pueblo tiende a darle la espalda. También es peligroso que avance una mirada tan reacia de la política como organizadora social, o de las instituciones como mediadoras: en el caos no es la gente de a pie la que sale ganando. La bronca es un excelente combustible, pero una mala consejera. Hoy en día, actúan violentamente grupos que nadie sabe de dónde salen o para quién trabajan: pueden ser barrabravas, servicios o un lumpen proletariado mal llevado. Es un momento complejo, sin claridad ni diagnósticos en común. Hay que dialogar o hay que romper; que se vayan todos o que hagan algo los que están. Tender puentes o hacer una revolución. Algunos afirman, incluso, que ahora todo está mucho peor que hace tres años.
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“Somos una sociedad conservadora” dijeron, en diferentes momentos y contextos, todas las personas con las que nos juntamos a charlar en Chile. “Hay un fascismo popular bastante presente, mientras se instala preocupantemente un fascismo político e institucional que anula todas las disidencias posibles, incluyendo las sexuales”, en palabras de Robles, más conocido como el “Che de los gays». Y en cierto modo se siente.
Como forma de contrarrestar ese molde cultural, político, ideológico, hay algo por demás llamativo en el país vecino: sus paredes. Son un rasgo distintivo de la última revuelta y el modo más concreto de transformación del espacio público y privado. Los cientos -¿miles?- de murales, intervenciones, dibujos, figuras y consignas, ya forman parte del paisaje urbano. Son una marca profunda de algo que no puede ser ignorado: no le creo a nadie que me diga que pisó Chile y no se sintió atravesado por lo que leyó a cielo abierto. Son la materialidad que queda después de haber tomado el cielo por asalto durante un rato. El país de los contrastes sin anestesia tiene en septiembre sus luces y sus sombras; y en sus paredes la contracara de su injusticia.
Diseño: Erica Parra