¿Es posible una geografía psíquica? Mientras las ciudades des-quician y des-ordenan los registros más básicos de la sensibilidad, las inteligencias artificiales acuden para construir respuestas tan equívocas y desorientadoras como las mentes reales. En un mundo saturado de respuestas, quizás haya algún valor en la des-inteligencia, el no-saber activo. Por eso le encargamos a Emi Exposto un texto sobre salud mental y urbanismo que nunca llegó, pero obviamente lo disculpamos, porque escribió esto:
De Tierra Roja me piden una nota sobre salud mental y urbanismo. Contesto que sí. Será un desafío escribir sobre estos temas: estoy harto de esta ciudad. Debo conectar mis intuiciones sobre salud mental con mis broncas y quilombos con el alquiler. El método de siempre: hacer de mis síntomas una zona de investigación. Lo leerán muchos inquilinos sintomáticos. Incluso podría agregar alguna reflexión sobre ecologismo y estaría muy bien. Con el calor que hace, sería recontra oportuno. La ciudad como modo de vida y ecología política. ¡Al ángulo!
Lo primero que hago es registrarme en Chat GPT. La inteligencia artificial responde todo tipo de preguntas con una precisión improbable y una frialdad conmovedora. Me encanta. Le pregunto ¿cuáles son las consecuencias cerebrales de vivir en las ciudades? Y este super-boty me contesta que puede tener “diversos efectos en la salud física y mental”. Si bien el robot aclara que el impacto subjetivo depende de múltiples factores y desigualdades, las “consecuencias generales” son contundentes. “A) El estilo de vida acelerado y exigente de las ciudades puede llevar a niveles elevados de estrés crónico. Esto reduce el tamaño del hipocampo, que está involucrado en la memoria y el aprendizaje; B) Mayor riesgo de trastornos mentales, como ansiedad, depresión, déficit de atención y síndromes bipolares”. Salteo la C y la D porque me resultan medio repetitivas, pero el resto lucen innegables. Exactas. “E) La exposición permanente a la contaminación del aire puede tener efectos negativos en el cerebro, como reducir el volumen de materia gris y blanca, y aumentar el riesgo de enfermedades degenerativas; F) El ruido constante y la sobrecarga sensorial pueden dificultar la concentración, el autoestima, la digestión y el procesamiento cognitivo”.
¿Qué haré con toda esta data? ¿Copiar, pegar, editar y listo? No estaría mal. ¿Cómo aterrizar esos efectos generales en nuestras sensaciones más íntimas? Recuerdo una escena. Corrientes y Pueyrredón. Ella me habla, yo no contesto. Cierro los ojos, intento respirar. No puedo escuchar ni hablar. Apenas logro dar unos pasos. Estoy aturdido. Hay bocinas, culos y puteadas. Avalancha de publicidades, humo, luces y comercios. Creo que estamos discutiendo. Veo sus labios moverse y sigo sin poder hablarle. No soporto más el ruido de esta ciudad.
¿Y por qué no partir desde esos afectos cotidianos hacia sus causas estructurales? Me copa. Debería escribir una nota bien marxista sobre la raíz sistémica de los síntomas producidos en las urbes del capital. Usaré una premisa clásica: en los espacios sociales se inscriben relaciones de poder y sistemas de opresión, los cuales afectan la vida emocional de las personas. Fetichismo, explotación y agencia espectral de los objetos, ya lo demostró Marx. Medito unos minutos en ese hilo argumental y desisto. Muy pretensioso y solemne. Abstracto. Sin cuerpo, como mucho de lo que hoy se escribe en nombre del marxismo.
Paso días sin una sola idea en la cabeza, hasta que recuerdo un libro de Ariana Harwicz. Capto una imagen puntual, virtuosa: escribiré un ensayo sobre el fluir de la conciencia urbana. La idea me gusta. Me hace sentir bien conmigo mismo. Me da aires de experimentador nato. De seductor. De hecho, imagino que a mi amigo L le gustará, es un etnógrafo silvestre de las sensibilidades urbanas.
Luego de dos o tres intentos, me doy cuenta de que no puedo transcribir el flujo de pasiones y sentimientos de mi propio cuerpo. Estoy trabado. Bloqueo por exceso de información; saturación por consumo y algoritmos. Pienso en la angustia de los grandes ensayos sobre el urbanismo, Carne y piedra o La metrópolis y la vida mental; pero nada me saca de la frustración hasta que recuerdo los seis intentos frustrados de escribir sobre Roberto Arlt de Oscar Masotta. Listo: escribiré un texto sobre la imposibilidad de habitar la ciudad basado en la imposibilidad de escribirlo. Buenísimo. Esa es mi hipótesis. Puro procedimiento.
Hago el esfuerzo de imitar el tono de los modernistas, la técnica de Las olas o El ruido y la furia. Pero no hay caso. Aunque de pendejo esas lecturas me fascinaban, entendía bastante poco. ¿Cómo mapear los índices somáticos de la ciudad en pleno calentamiento global? ¿Cómo describir sudoraciones, expresiones faciales, palpitaciones, la presión baja, el éxtasis y el malestar de la deriva urbana? Intento varias veces narrar las impresiones más inmediatas de mi cuerpo, como si fuera posible hacerlo sin mediaciones. Un método tentador por antihegeliano.
Las veredas y calles serán mi propio río de Heráclito. Paseo unas horas por Once. Subjetividades monoambiente, judíos, manteros y cotillón. Tanto autos y basura como personas tiradas en la calle. Un gato suelto. Bicicletas, mosquitos y caras de ascensor. Los pibes de Pedidos Ya. Anoto en el celular frecuencias respiratorias, movimientos oculares, exasperaciones sonoras, olores, erecciones. Anoto rápido para capturar las variaciones anímicas en su carácter acontecimental, instantáneo. Busco la vivencia cruda. Prediscursiva. Quiero ser ese famoso personaje de Borges que todos recordamos porque percibía tantos perros como microsegundos. Llego a mi casa y leo las anotaciones. No hay nada que valga la pena. Borro el Word, fumo dos pitadas y abro otro Word. Pero también lo borro. La conciencia fenomenológica tiene sus límites. Soy un turista en mi ciudad.
¿Por qué no redactar algo más académico? Busco datos duros sobre la Ciudad de Buenos Aires. Deterioro de espacios verdes, muchísimo tráfico, viviendas vacías y especulación inmobiliaria, policías y bares monótonos, hacinamiento. Fatality cheta de los amarillos. No encajamos ni queremos encajar en sus miserias.
No me piden una nota sobre salud mental para redundar en la obviedad del cambio climático y el despojo neoliberal, sino para arrancarle un pedazo de vida a las prácticas urbanas. Debería meter algún desplazamiento. Otro punto de vista. Más optimista, más nocturno y subterráneo. Detectar posibilidades. Potencias. Escribir sobre la ciudad de las rebeldías, cines, amigos y placeres desconocidos. Seguir la pista de Catherine Malabou cuando habla de la desobediencia plástica de nuestros cerebros. Y sobre todo hacerme preguntas serias. Intelectuales. Tipo David Harvey o Leslie Kern. ¿Cuál es el vínculo entre colapso psíquico, colapso climático y colapso urbano? ¿Cómo diseñar ciudades justas e inclusivas? ¿Qué dice nuestra salud mental de nuestros modos de habitar la ciudad, el planeta, el trabajo, el tiempo libre, el lazo con los otros humanos y no humanos? ¿Los síntomas de ecoansiedad o apatía política expresan un desacuerdo con el estado de cosas existente? ¿Condensan los enigmas de otras vidas urbanas más vivibles y sustentables? Las preguntas me parecen razonables por un rato, hasta que un corte de luz me corta el mambo.
¡Basta! Debo escribir esta nota: tengo bardos económicos y me pagarán unos mangos. Ya sé que es poca guita pero vendrá bien para tapar algunos agujeros.
“Emiliano, a partir del mes que viene necesitamos hacer un ajuste en el precio del alquiler. Lo podemos negociar, pero calcúlale noventa mil pesos”. Eso me dice la dueña del depto. “Es por la inflación”, afirma. “Así como a vos te aumentó el sueldo en un cien por ciento, yo tengo que subir el alquiler en la misma proporción”. La miro, pienso en mi estipendio de becario y sé que no vale la pena ponerse a explicar nada. Es al pedo. La señora vive en otro mundo. Discutimos un poco, levanto el tono de voz para hacerme el combativo y lo dejo ahí.
“Alquilar solo cuesta vida”. Recuerdo esa pintada callejera cuando salgo de su oficina y me quedo pensando en la ambigüedad de la palabra “solo”. Sin tilde. ¿Alquilar solo? ¿Vivir sólo para pagar el alquiler? Tengo insomnio por unos días. Antropofagia zombi. ¿Y por qué no comenzar la nota diciendo exactamente eso?
Estampo entonces como primer párrafo los siguientes dos o tres renglones. Todos vivimos anestesiados por la vitalidad turbia de los edificios, las drogas y el asfalto, envueltos en un materialismo oscuro de gente, transportes, gases, deudas y sequía. Durante unos minutos me parece un buen comienzo. Barroco. Sé que necesitará un poco de edición, pero antes de corregirlo lo borro sin pensarlo. Carece de gracia. Vuelvo a sentirme insatisfecho antes de empezar. Me cansé.
Debería enviarle un mail a la revista. ¿Pero mandar un mail? ¿De pronto? ¿Para qué? Es un poco cómico. Bastante ridículo. Es que se trata de crisis de la salud mental, crisis ecológica y crisis de la vivienda. ¡Es un tema de agenda pública!
¿Y si veo una película de cine catástrofe, tipo El día después de mañana? El desastre ecológico ya está aquí. Ya llegó. Ese futuro es nuestro presente: es todo miedo y nihilismo. El fin del mundo como reino de la desesperación, donde ya no queda nada que esperar de nadie en ninguna parte. Pero ni ahí da ver esa peli. Además hace meses no puedo concentrarme más de cinco minutos para ver contenido audiovisual. ¿Y si me fugo al bosque como El Ruso? No tengo un peso y soy medio cagón. Dudo mucho, pienso demasiado las cosas. Le doy mil vueltas. Es incurable: soy un varón de Virgo. Igual, el bosque se quemará tarde o temprano.
“En la pandemia todos nos volvimos urbanistas”, escucho decir en una actividad sobre finanzas y vivienda donde la estrella es Raquel Rolnik. Si, la hermana arquitecta de Suely. Con eso en mente, pero sin mostrar las cartas, le comento a un reconocido filósofo español que en la pandemia todos nos volvimos «sanitaristas». Sintomatólogos. Le menciono que Guattari ya había visto la transversalidad entre salud mental, urbanismo y ecologismo en su propuesta de las ecologías mentales, sociales y ambientales. Me mira sorprendido. Yo me siento audaz, lúcido y un poquito impostor. El tipo inyecta entusiasmo a esa intuición y paso semanas investigando sobre psicogeografía y situacionismo. Estoy poseído por las ideas de Guy Debord sobre arquitectura, vida cotidiana y diseño.
Me pongo re manija con el tema. Leo El cerebro urbano de Nikolas Rose, El manifiesto ecológico político de Latour y De la fábrica a la metrópolis de Toni Negri. Estoy maníaco: asisto a una charla sobre leninismo ecológico y más tarde voy a una feria del libro, donde compro un manual sobre teoría crítica del urbanismo. No paso de las quince páginas. Es demasiado aburrido para ser verdadero. Finalmente encuentro algo, un hilo del que tirar: La influencia de los lugares en la mente y el corazón de un tal Collin. Habla de espacios de deseo, de alianza y conspiración, de tristeza, de disfrute y alegría, de terror. Combina su elegante escritura en primera persona con el rigor científico. Un capo.
Le cuento a S mis nuevos descubrimientos: derecho psicourbano, lucha de clases ecológicas y biopolítica desde abajo. Sé que le calienta mi perfo de filósofo. Me mira la boca mientras le quemo la bocha con una hipótesis inverosímil que le robé a Bifo: los movimientos de renuncia al trabajo en el norte global nos permiten imaginar nuevas estrategias de deserción de las ciudades estalladas. Lo que digo es tan hipnótico que me enamoro de mi discurso, pero estoy tan borracho que olvido las ideas a la mañana siguiente. Intento escribir lo poco que recuerdo y me disperso. Con este clima apocalíptico es imposible escribir algo sensato. Da igual, nadie odia esta vida sinceramente.
“Hace demasiado calor para estar a favor o en contra de algo”, me dice mi amigo B. “El ser es el aire acondicionado”, concluye. Me rio, entiendo el punto, y sin embargo su chiste me parece gracioso y falso por obvias razones. No tengo aire, como la mayoría de los mortales. Le digo que deberíamos vivir en el subte. Está fresco: ideal para hacer el recorrido ida y vuelta por toda la eternidad. ¿Y el ruido?, pregunta B. Es más de lo mismo, si ya ni siquiera puedo escuchar música.
¡Debo escribir esta nota! Es cada vez más evidente la relación estructural entre catástrofe ambiental, caos urbano y crisis anímica. Con sólo imaginar que podría hacer ese trabajo de conexión, me siento importante. Justificado. Casi francés.
Luego de tanto rumiar, me convenzo de escribir algo a mitad de camino entre la teoría y el activismo. Un texto casi programático, estratégico, como si fuera una lectura desde el punto de vista de la salud mental de La casa como laboratorio de Gago y Cavallero. Amo su estilo, no obstante quemo las naves en un posteo de Instagram sobre extractivismo de los “recursos naturales” y violencia propietaria, control fármaco-terapéutico y saqueo de los comunes urbanos. Dejo pasar los días y me parece absurdo escribir un posteo incendiario que afirma que “los inquilinos, endeudados y trastornados nos vamos a vengar. Expropiaremos hasta las baldosas.” Siento vergüenza y admito que no hay remedio con esta nota.
Mejor le mandaré un wasap a F de Tierra Roja y le diré que me disculpe, que no escribiré nada. Y que si me propusiera escribir algo posta, yo mismo me exigiría redactar una psicopatología de la vida urbana. Preparo el tono de voz adecuado para mandar el audio. Lo conozco, hay confianza, pero debo sonar convencido. Profesional. Filoso. Desfallezco. Si bien sé que F me agradecerá, creo que se quedaría pensando que estoy un poco loco. Que soy demasiado exigente. Desisto de mandar el audio. Y al toque comienzo otra vez la nota. También la abandono.
Me rindo. El cuerpo es nuestro límite natural. ¿Cómo decir, brevemente, lo que uno siente sobre los afectos urbanos sin despertar todo tipo de sospechas y complacencias? A lo largo de un mes, inicio y elimino la nota varias veces. Está difícil la cosa. Imagínense: ¿Cómo escribir sobre ambientalismo y ciudadanos sintomáticos sin mandar fruta? ¿Por qué no hacer trabajo de campo, salir de la comodidad del ensayito, construir una etnopsicología? ¿Existen hoy zonas temporalmente autónomas, espacios contraculturales de anonimato y clandestinidad donde sumergirse a hacer preguntas comprometidas y situadas?
Apago la computadora.
Estoy agotado. Me ganó la desorientación. Ya fue. No tiene sentido escribir algo cínico por pura inhibición, por mi propia impotencia para habitar realmente esta ciudad. Y quizás todavía querer hacerlo. Cuando había decidido no escribir la nota, comprendí que ya estaba escrita. El único texto que podría escribir sobre salud mental y ecourbanismo debería reflejar mi imposibilidad de escribirlo.
Ilustración de portada: Igor Wagner & Facundo Barreto, a partir de una imagen generada con inteligencia artificial.