En The Last of Us no se repite el conservador argumento hobbesiano según el cual «el hombre es el lobo del hombre». Para el autor, aunque los personajes de la serie son capaces de cosas terribles, también son capaces del amor más desinteresado. ¿Qué es “lo último de nosotros”? ¿Lo que queda de los seres humanos en este triste fin del mundo, o lo que subyace en lo más profundo de nosotros bajo las corazas de lo que aparentamos ser?
“Con todo ello es manifiesto que durante el tiempo en que
los hombres viven sin un poder común que los atemorice a
todos, se hallan en la condición o estado que se denomina
guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos.”
Thomas Hobbes
Cuando The Walking Dead se estrenó, allá por el 2010, solía decirse, contra quienes la criticaban y como argumento en su defensa, que no era realmente una serie alrededor de la temática zombie, sino acerca de los humanos. Y, más precisamente, sobre qué harían dichos humanos para sobrevivir. La respuesta estaba a la vista de todos: cualquier cosa.
Pasaron los años y la fábrica cultural de chorizos que hoy toma la perturbadora forma de la plataforma de streaming se ha cansado de presentar hasta el hartazgo escenarios distópicos prefabricados en los que, una y otra vez, se repite un mismo problema que también repite una misma reflexión. El problema: disolución de la sociedad capitalista y colapso civilizatorio. La reflexión: si la sociedad capitalista se disolviera por una catástrofe de magnitudes improcesables, volveríamos a eso que Thomas Hobbes y la ciencia política califican como “estado de naturaleza”. Sin un poder común que nos atemorice a todos —sin Estado, decía el defensor del absolutismo inglés— volvemos a una guerra total de todos contra todos. En el planteo de Hobbes, el hombre es el lobo del hombre. En la propia esencia humana estarían la competencia, la desconfianza y el hambre de gloria. Competencia entre iguales, desconfianza del prójimo y voluntad de prevalecer sobre los demás.
En su momento, comencé a ver The Walking Dead con cierto entusiasmo. En primer lugar. me gustaba que estuviera basada en un cómic. Las historietas no habían todavía alcanzado el status que luego alcanzarían con Marvel —otra fábrica cultural de chorizos— y me parecían interesantes los diálogos interformato, pero solamente pude soportar hasta la tercera temporada. La serie me resultó de un sadismo intolerable. Una reafirmación banal del conservador argumento hobbesiano: ante el horror, los humanos revelaremos nuestro verdadero ser y nos volveremos los monstruos sanguinarios que en realidad siempre fuimos, capaces de cualquier cosa. Los seres humanos, nos dice The Walking Dead, somos capaces de hacer cualquier cosa. Capaces de matar a nuestro mejor amigo por procrear un hijo con nuestra esposa y de vivir en la mentira una vida paralela a espaldas de nuestra pareja; capaces de procrear una hija con nuestro mejor amigo y de estafar a todos quienes nos rodean.
Hobbes, el padre de la teoría del Estado moderno —no olviden este dato, miembros del club de fans del Estado— siempre fue en el fondo un conservador asustado, volcado a justificar el orden social existente y al Estado que de ese orden social emergía. Un Estado que lejos estaba de la “ampliación de derechos” —aunque hoy los nuevos fanáticos del Estado asocien Estado/Democracia/Política a un proceso de inclusión social— y cerca se encontraba de la defensa de los intereses feudales de la alta nobleza inglesa ante el avance de la pujante burguesía.
El argumento de Hobbes tal vez sea interesante para pensar la relación entre guerra y política —si la sociedad sin Estado es guerra, el Estado y la política son la administración del conflicto—, pero deja mucho que desear a la hora de pensar qué es la “naturaleza humana”. The Walking Dead reproducía banalmente la desconfianza de ese mezquino argumento, que dice con bastante pereza intelectual una cosa bien sencilla: el ser humano en realidad es malo siempre, si tiene la chance de serlo. Afortunadamente, las cosas son un poquito más complejas.
Pero para poder encontrar esa complejidad humana en el universo del apocalipsis zombie, tuve que salir de las plataformas y adentrarme dentro de un mundo que, a priori, se lo considera generalmente vetado de cualquier tipo de profundidad: los videojuegos. Incluso para las plataformas, para poder encontrar una buena historia de zombies hubo que apagar la fábrica cultural de chorizos y prender la Playstation. Hubo que agarrar el joystick e ir a vivir la historia de Joel y Ellie.
De la pantalla a la pantalla
Suele pensarse que los videojuegos son una especie de nimiedad dentro del mundo audiovisual. Lo único que se hace en un videojuego, piensan quienes nunca jugaron uno, es disparar armas, robar autos y subir de nivel. Excepto por los gamers, pocos son los que saben que en “los jueguitos”, además de disparar y robar autos también se cuenta una historia. Una trama narrativa compleja que integra personajes con trasfondo y problemáticas profundas con la jugabilidad, es decir, con la interactividad de dichos personajes. El videojuego es una exploración de la estética artística que hace del espectador, no ya un mero espectador de una historia, sino jugador partícipe de la misma. El videojuego es la exploración artística de las potencialidades que la tecnología —la técnica— del siglo XXI es capaz de otorgarle al arte como novedad. Por eso, cuando HBO anunció que iba a realizar una serie de uno de los videojuegos que más disfruté jugar, The Last of Us, no pude sino alegrarme. Era un reconocimiento a la profundidad existente dentro del universo gamer.
HBO es el capitalismo bueno. Si HBO lo hace, hay un 90% de chances de que sea bueno. El solo hecho de mencionar genialidades como The Wire, Los Soprano o Curb Your Enthusiasm sientan un precedente que difícilmente otra productora audiovisual televisiva tenga. HBO es como el Hollywood de los años 70, pero de las series. Un negocio en toda regla que al mismo tiempo tiene lugar para la genialidad, como lo tuvo el viejo Hollywood para los Coppola, los Scorsese, los Ridley Scott.
Dentro de los videojuegos, The Last of Us pertenece a una noble tradición conocida como el Survival Horror: juegos de terror en los cuales se producen escenarios complejos de supervivencia con pocos recursos. En pocas palabras, pocas balas y muchos monstruos, pocos recursos y mucha adrenalina. Generalmente estos juegos combinan puzzles, acertijos, problemas a resolver que pueden —si somos vieja escuela y no buscamos la solución en internet— retenernos trabados por horas en la misma posición. Llaves escondidas, cajas fuertes, acertijos que abren puertas y hay que saber descifrar.
Algunos geniales títulos pertenecientes a esta tradición son, ni más ni menos, el Resident Evil —tal vez el pilar del survival horror de Playstation—, el Silent Hill o el Dino Crisis. Joyas que han formado parte de nuestra educación sentimental de (video)gamers. Mis mejores recuerdos de los 11 años son de noche, en algún departamento de Buenos Aires, tomando una buena cantidad de azucarada gaseosa mientras yo y mis amigos tratamos de sobrevivir en la post-apocalíptica Racoon City, ciudad ficticia del universo Resident Evil, mientras huimos de Némesis, el monstruo antagonista de la saga.
El Last Of Us lo agarré de grande, a los 24, pero nunca dejó de interesarme en el mundo de los juegos y nunca dejaron de ser parte de mi vida. Cuando jugué y gané la primera parte recuerdo que me quedé sin palabras. No podía entender cómo es que se había hecho semejante obra de arte. La estética, la historia, hasta la música —realizada por Gustavo Santaolalla y utilizada también en la serie— eran tremendamente avasallantes. Esperé por años a que salga el Last Of Us 2. Y cuando tuve la fortuna de internarme en mi cueva a ganarlo, experimenté el alivio de una segunda parte a la altura de la primera, tal vez incluso mejor. The Last Of Us, parte 1 y parte 2, supieron conmoverme, movilizarme, y hacerme pensar.
Pero como la serie es tan reciente, no espoiliaré nada, puesto que espero estar escribiendo, no solamente para mis camaradas en joystick, sino también para aquellos y aquellas que nunca han tenido el placer de romperse los dedos y la cabeza para matar a un chasqueador con solamente tres balas.
What is “The Last of Us”?
¿Qué es “lo último de nosotros”? ¿Cómo entender esta pregunta y cuáles son sus implicancias? ¿Se refiere a lo que queda de nosotros, los seres humanos, en este triste fin del mundo o a lo que subyace en lo más profundo de nosotros bajo las corazas de lo que aparentamos ser?
El argumento en The Last of Us está estructurado por esta pregunta. Es decir, por la ambigüedad de un título que alude al mismo tiempo a la extinción de la humanidad, y a la humanidad que remane dentro nuestro ante una extinción. Porque algo de lo que se decía sobre The Walking Dead sí es verdad cuando se trata del universo The Last of Us: lo verdaderamente interesante no son los infectados ni el cordyceps controlando la mente de muertos vivos que nos infectan, sino el transcurrir de una narrativa que abarca conmovedoramente el amplio espectro de la complejidad humana.
En The Last of Us no se repite el conservador argumento hobbesiano. Nuestros personajes son capaces de cosas terribles, sí, pero también son capaces del amor más desinteresado. El fin del mundo tiene caníbales, saqueadores, dictaduras y guerrillas jacobinas pasadas de rosca con el poder. Pero también tiene granjas con propiedad comunista, actos de cuidado colectivo y momentos de compañerismo. «It is like that, literally. This is a Comune. We are Communist», dice la Sarah de la serie sobre Jackson, la comunidad que fundaron junto a Tommy.
Y es que la serie de HBO ha sabido ampliar con mucha fidelidad el espíritu del juego. Personajes como Bill, que en el juego son meros npc –non playable character– pasan a tener una historia que acompaña el espíritu del Last Of Us. La serie nos cuenta una historia de amor entre un redneck conspiranoico, armado hasta los dientes dentro de un búnker, y un gay refinado de la clase media progresista urbana de la costa este. Hay incluso diálogos y escenas de comedia, como cuando Frank acusa a Bill de paranóico, al sugerirle que Bill cree que Estados Unidos nunca llegó a la luna y que el gobierno está lleno de nazis. Bill responde que el gobierno está efectivamente lleno de nazis, a lo que Frank reflexiona y dice “Bueno ahora sí, pero antes no”.
Otra escena: Frank, Bill, Jesse y Joel comen un picnic en el patio de una casa típica de los suburbios bajo la égida de la bandera norteamericana. Bill les apunta a ambos con una pistola mientras Jesse elogia los canapé de Frank y la calidad del vino. Frank y Bill cosechan rosas y tocan el piano. Ríen, aman, se acompañan; y si es necesario, también matan y defienden su hogar.
La historia de Bill y Frank es la prueba empírica de que la ternura y el compañerismo son cosas posibles, incluso en medio de un apocalipsis zombie. The Last Of Us logra que empaticemos con uno de esos personajes que podría tranquilamente haber estado disfrazado de guerrero vikingo con cuernos en la toma del capitolio.
En el universo de The Last of Us, las esencias humanas, buenas o malas, ni existen ni nada explican. El mundo de Joel y Ellie es tan terrible y complejo, tan hermoso y tan peligroso como el nuestro. Al igual que en la realidad que nos toca vivir a nosotros en este siglo XXI de tintes apocalípticos, la gente hace lo que puede con lo que le dieron hecho. Ni más, ni menos.
Ilustración: @villyvillian