Desde el cuerpo y con una visceralidad profunda, Penélope vomita los infiernos vividos a causa de la anorexia y la bulimia, buscando su politización al re-pensarlas saliendo de la lógica patologizante y privatizadora sobre el síntoma que impone el sistema. 

 

Me pesó, me midió, hizo cálculos, me miró la espalda, la columna, la piel, los dientes, me tomó las pulsaciones, llamó a mis viejos, y me definió: “Estás enferma. No lo sé especificar bien, porque es una mezcla de Anorexia y Bulimia”.

Fue a los 14 años. Sí. Ahí perdí el poder de la carcajada. Me engolosiné con complacencias y me las tragué. Me las tragué hasta poder sentir la necesidad de expulsarlo todo a ritmos frenéticos. Mi alimento fueron los “cada día estás más hermosa” de todos los rimbombantes orgullosos de ver la grasa derretirse. Busqué el ascenso del secreto. Escondí todo sin esconder en bolsitas de supermercado cerradas con un moño dentro de mi cajonera, justo atrás de las bombachas. Como si un cajón tapara el aroma putrefacto. Decidí que no se vaya todo por las alcantarillas. Busqué nuevas miradas. Miradas que me miren. La muerte latía en mi vientre, podía tocarla. Lloraba porque veía en un plato repleto de tallarines con salsa a mi peor enemigo. 

“Estoy triste, así estoy, así me siento hace un tiempo. Me preguntan y es eso todo lo que puedo decir. ¿Estoy enferma? ¿Qué mierda tengo?”. Sólo podía definirlo como tristeza, como una angustia que me había raptado toda. Encerré mi vívido espíritu previo en un frasco con cierre hermético y me entregué a eso, que no sabía bien qué era, pero que sin dudas me había elegido. 

Eran gritos y llantos. De toda mi familia pidiéndome explicaciones: “¿¡Pero por qué!? ¡Si vos sos inteligente!”. La supuesta inteligencia, una vez más, no me había dado auxilio. 

Conté, y cuento, con el privilegio de tener una familia atenta, presente y contenedora. Viví en un pueblo de 10 mil habitantes desde que nací hasta mis 18 años. Muy cómodo y tranquilo cuando sabes arroparte y seguir la correntada, pero pesadumbroso cuando las miradas te apuntan como francotiradores.

De chica siempre fui, digamos, más “rellenita” que la media exigida, y aunque no tenía ningún tipo de ‘problema de salud’ a causa de ello, ante mi insistencia al sentirme totalmente acomplejada con esa “gordura” que llevaba encima y todos me hacían notar, a mis ¡12 años! me llevaron a una nutricionista. Que me dijo que todo bien, pero que podría bajar unos diez kilos para “estar perfecta” (¿a qué tipo de perfección se refería?). 

Siempre comprometida y autoexigente, cumplí con los plazos pautados para bajar los 10 kg., y con creces: adopté “hábitos saludables” y hacía mucha actividad física por amor al arte. Después, sólo debía seguir controlándome para mantener ese peso de la perfección. Pero, sin darme cuenta, lo que había comenzado era una lucha contra mis propios límites, los mandatos imperativos de la delgadez y la internalización de inconfesados prejuicios gordofóbicos. 

Empecé a ir a más y a más, notando que, a su vez, agradaba. No comía casi nada. Y lo poco que comía, lo vomitaba. Todo, absolutamente todo lo ingerido era purgado con una facilidad impresionante. No me daba atracones, simplemente después de cada comida, iba al baño y vomitaba, me lavaba los dientes, y salía. Un proceso casi automático, robótico. Después empecé a vomitar en cualquier lugar, pero lo hacía en bolsas y las guardaba. No sé qué manifiesto del inconsciente era ese. Pero buscaba que alguien me descubriera. 

Vivía desafiando mi cuerpo. Hacía deporte sin parar. Mentía en mi casa para salir a correr sin norte ni sur por el arroyo durante horas. Navegaba en blogs de anorexia donde compartíamos con extrañas sin nombre ni cara récords de cuán pocas calorías diarias ingeríamos, compitiendo. Contaba cada caloría que ingería y mi desafío era reducir ese número al día siguiente. Salía a bailar y terminaba tirada, borracha, vomitando en cualquier lado, pese a toda súplica y castigo.

Dejé de verme: no veía ni la muerte en mi rostro ni en mis hombros puntiagudos como pico de pavo, y aprendí a no hacer otra cosa que quemar mi cuerpo por dentro. ¿Era consciente de esto? No, el poder de un orden cultural consiste en ocultarle a los sujetos el lugar donde se implanta: en la propia consciencia. En la lucha desplegada en la formación de mi subjetividad, mi cuerpo era el campo de batalla: yo sentía un poder extraordinario sobre él porque yo era más fuerte que la anatomía, le ganaba al hambre, y sobrevivía, pese a todo pronóstico. Sin embargo, a lo que no le estaba ganando era a un orden cultural moderno-capitalista que le exigió a mi cuerpo esa delgadez, sin importar el costo. 

Cuando todo desbordó y me llevaron a la consulta médica descubrí que lo que me pasaba tenía nombre. Y un nombre compuesto: Anorexia y Bulimia. Pesaba treinta y ocho kilos midiendo 1 metro cincuenta y seis. No sé muy bien qué significan esos números, sólo sé que era grave. 

Me enumeró los síntomas: se te cae el pelo, tenés la piel más seca, mentís sobre lo que comes, evitás reuniones sociales, estarás angustiada, el resto te ve indiferente. Coincidía todo. Y con mirada firme, pero actitud de compasión, la médica me advirtió: si bajás un kilo más la semana que viene te internamos

Sentí el peso de estar al borde del abismo, de tener que elegir entre vivir y morir. Pero yo no quería morir, yo quería vivir, pero no podía hacerlo. Mi cuerpo estaba enfermo de sentido. Es el hambre de vivir lo que me enfermó, quitándome, metafóricamente, el hambre en sentido estricto. 

Ahí comenzó el rally de médicos que me observaron bajo la lupa dándome diagnósticos con números y estándares a alcanzar.

Hay un diagnóstico que recuerdo como si estuviera grabado a fuego en mi memoria. Un cardiólogo, que mientras me explicaba que por el ritmo de mis pulsaciones mi corazón no podía soportar actividad sin la amenaza de la pausa eterna, agarró con sus manos mis dos bracitos tal como se agarra una marioneta, y señalándome a mi viejo que lloraba en frente mío, me zamarreó y me dijo: 

“¿No te da vergüenza la estupidez que estás haciendo? Ya ni siquiera sos una flaca linda”

Vi el asco en su mirada. Y me convencí de que tenía razón, que debía avergonzarme de mí, de mi cuerpo, de mis acciones, del sufrimiento que generaba a mi entorno, de preocupar por un simple capricho de querer ser flaca. No podía soportar el sufrimiento de mi familia por mi culpa. 

Encuentro hoy cuadernos enteros de ese entonces con la leyenda: 

Enferma enferma enferma enferma enferma enferma enferma enferma enferma enferma enferma enferma enferma enferma enferma enferma enferma enferma enferma enferma. 

Lo escribí infinitas veces porque necesité convencerme de eso. Que no era tristeza ni angustia ni nada. Era un “trastorno de la alimentación” que lo estaba viviendo por estúpida, por no querer engordar, por caprichosa. Era una pendeja privilegiada. Era anoréxica y bulímica: debía comer más, no vomitar y ya. 

La psicóloga me decía que, simplemente, el problema era que yo “seguía teniendo pensamientos de gorda”, que cuando me diera cuenta de que en realidad ya estaba flaca iba a poder dejar atrás las ideas de las dietas y demás. ¿Cuáles son los pensamientos de gorda? ¿Por qué las gordas piensan o sienten de una manera? ¿Quién define el ser o no ser una “flaca linda”?

En toda esta etapa de patologización de mi malestar, mi cuerpo, del que tiempo antes me sentía domadora, fue cooptado por el terror: la presión de las estructuras médicas capitalistas, modernas, cuerdistas y patologizantes anestesiaron mi sensibilidad, sensibilidad que era mi índice de verdad, porque es el afecto el que contiene el sentido.

En el sistema imperante opera la degradación voraz de lo corpóreo: lo único que parecía importar en este proceso era que yo alcance los 50 kilos, que el cálculo de la masa corporal diera x, que mis pulsaciones suban a x. Pero mi cuerpo resistía. Las primeras semanas, aún cumpliendo con todos los pasos a seguir, esos números no ascendían y me sentía atrapada en un cuerpo que no sólo me dominaba, sino que también me engañaba.

Como cuando se corta el cordón umbilical de un bebé al nacer, así corté mi relación con el mundo. Viví ese paréntesis interpuesto en mi existencia desde la acusación, la culpa, la vergüenza, y el secreto: nunca declaré en ningún círculo ni actividad el estar padeciendo la anorexia y la bulimia, sino que, siguiendo la línea de lo que se me pidió para no “avergonzar” y para que “la gente no hable”, mentía diciendo que tenía un problema cardíaco.

La noche y la soledad me devoraron durante meses, mientras me enfoqué en obedecer: en hacer 10 comidas diarias ingiriendo 1.500 calorías completando todo en una planilla, no vomitar, no moverme. Lunes médica, martes jueves y sábados psicóloga, miércoles nutricionista. Tenía miedo: miedo de salir de eso y de no salir a la vez. Curándome sentía que me estaba fallando. No curándome sentía que fallaba al resto. 

La objetividad del mundo y sus demás subjetividades parecían no existir. Me sumergí (y/o me sumergieron) en mi “absoluto”. Nadie, absolutamente ningún “profesional de la salud”, me hizo saber que no era la única, que no estaba sola en esto. Nadie me explicó que yo quería ser flaca no por caprichosa, sino porque hay un mundo entero, un sistema, y una industria a su merced, exigiendo que todxs queramos alcanzar los estándares de belleza hegemónicos que exigen, entre otras cosas, la delgadez.

En este sentido, la anorexia puede verse como un modo de sobreadaptación obsesiva a los imperativos de la delgadez obligatoria. Lejos estamos las personas que padecemos un “trastorno alimentario” de ser “inadaptadas”, sino que nos sobre-adaptamos al sistema poniendo en riesgo nuestra subjetividad entera: cuerpo, deseos, relaciones sociales, recursos y trayectorias.

Yo me convencí de que tenía que cambiar. Y me aislé, poniendo a funcionar esa misma disciplina de sobreadaptación al mundo sin límites, ahora en favor de la “cura”, movida en gran parte por el terror, terror a primero, ser encerrada en una clínica, segundo, acabar muerta. Todo mi ser fue reducido a una patología, aunque mi cuerpo expresaba algo más que números crecientes y decrecientes. Mi cuerpo expresaba y expresa el síntoma de que este mundo, a veces, me resulta insoportable.

Desde la sumersión en la filosofía rozitchneriana y mi encuentro con textos como los de Flor Lico y Emi Exposto con los que me topé durante y gracias a un trabajo universitario, busco ahora abstraerme de la mirada médica patologizante y privatizadora sobre el síntoma y la enfermedad repensándolos en este proceso de escritura ambiguamente sanador y doloroso. Busco pensar el síntoma como una resistencia política: como aquello que nos mantiene incómodos y despiertos ante un poder que nos quiere adormecidos. Nuestras angustias, ansiedades, anorexias, expresan un límite a este modelo de vida. Por ello, vivir rechazando los síntomas es vivir anestesiado y adaptado a las estructuras modernas que organizan nuestros vivires a merced de la producción capitalista. Rechazar los síntomas es obedecer, es entregarse a los imperativos que rompen tanto con la particularidad de nuestros cuerpos como con las interrelaciones que podemos tejer con los demás, impidiéndonos habitar en esa tensión. 

Durante meses, entregada a la cura, rechacé todo tipo de síntomas entendidos como malestares. Vivía por vivir. Busqué alcanzar esos logros médicos con el fin de obtener una sensación de paz: porque lo que quería es que me dejen sentir, que me lo permitan. Quería llorar y no podía. Castigué a mi cuerpo a que obedezca, y en ese camino me perdí. Busque la no reflexión. Logré al cabo de un año recuperar mi peso, mi ritmo cardíaco y evitar los vómitos. Volví a poder sentarme sin sentir el pinchazo de mis huesos. Volví a menstruar. Volví a comer sin sentir que tragaba monstruos. Pero tuve, y tengo, a día de hoy, ese dolor irresuelto como una mosca zumbándome al oído. 

Las personas con anorexia tenemos muchas ganas de vivir, pero en vez de organizarnos y rebelarnos contra la opresión que nos toca, perdemos mucho tiempo y vida tratando de amoldarnos a los requerimientos del sistema. Quedamos tan rotas y fragmentadas desde nuestros padeceres y desde la patologización que no somos capaces de reconocer nuestras interdependencias. 

Entendiendo que es necesario que la revolución nos la pida el cuerpo, me resulta interesante de pensar en una posible (hasta ahora inexistente) organización de personas anoréxicas o bulímicas como estandarte de contención, reflexión, visibilización y resistencia, para evitar que deje de ser meramente una experiencia solitaria patologizante, infantilizadora, de ‘locas’, privilegiadas, caprichosas. Poner sobre la mesa que no se trata sólo de un aumento o descenso de peso, sino que es un malestar causado por el doble movimiento de inadecuación y sobreadaptación al mundo motivado por factores multicausales, donde podría decirse que los imperativos de belleza hegemónicos y gordofóbicos (que, incluso, nosotrxs mismos reproducimos) propugnados por todo el sistema, ocupan el puesto número uno en el ranking. 

Hacerle saber a la sociedad toda que es necesario dejar de mirar para otro lado, que no nos miren más con asco ni pena ni vergüenza, pero primordialmente hacérnoslo saber a nosotrxs mismos. Que no tenemos de qué avergonzarnos, y que tenemos el poder de hablar de nuestros cuerpos y de nuestros malestares saliéndonos de la lógica de un testimonio que sólo es válido desde la mirada de la pena, de lo que no hay que hacer, de la valentía, presentándose el relato de lxs anoréxicos casi como un relato bíblico. 

Sólo mediante la politización de la anorexia y la bulimia será posible despatologizarlas. De allí que es necesario no “devolverles”, sino directamente darles, la dignidad que nunca tuvieron, y sacarles todas las etiquetas que encubren odio, vergüenza y patología. 

Con este artículo, que escribo, como puedo, desde una visceralidad y sinceridad profunda, estoy muy lejos de querer hacer de mi experiencia un relato heroíco o ejemplificador, sino que busco socializarla en pos de compartir nuestros vivires y objetivarla para, habitándola desde otro lado, poder crear una conciencia crítica, asumiendo que somos sujetos fracturados por el sistema: con nuestras crisis y con nuestros dolores marcados por relaciones de poder clasistas, sexistas, cuerdistas, racistas, capacitistas, etc.

Escribiendo este texto nombré más veces las palabras anorexia y bulimia que en todos los años de mi vida desde que las padezco. Las nombro porque existen. Las nombro porque me habitan. Las nombro porque el cuerpo me lo pide. Pero hoy las nombro sin culpa, sin vergüenza, y casi que hasta con orgullo. Porque es el malestar que expresa mi cuerpo y habitándolo puedo verificar la verdad del sistema que me atraviesa. 

Nuestras crisis subjetivas pueden ser experiencias devastadoras u oportunidades políticas. O ambas. Sin ser hipócrita, admito que sanar también me duele, pero luego de que estas crisis me devastaran por años enteros (y resignada a que sean mis nostálgicas compañeras por muchos años más) me siento reconfortada al encontrar en estas lecturas, estos pensares, esta autoinvestigación, hilos que me permiten, primero, no sentirme sola, y segundo, repensar mis vivencias como anoréxica y bulímica con todo lo que tienen de impersonal y de colectivo, pudiendo encontrar en el yo un nosotros y vislumbrar desde allí la posibilidad de politizar y encontrar en los malestares un potencial de resistencia que nos permitan contribuir a que no haya más personas atravesando procesos de vidas corporales invivibles

Mi cuerpo gritó, lo escucho.

 

 Ilustración: @feru_icchi