La fantasía, el deseo y hasta la búsqueda de supervivencia de estudiantes es coartada por perspectivas normativas sobre los géneros y las sexualidades de sus docentes en las experiencias escolares de Camila, Germán y María. En el aniversario de la sanción de la Ley de Educación Sexual Integral, una reflexión en tres actos sobre por qué a veces educar es ayudar a desaprender.
I
Camila ya probó todo. Medias gruesas, polainas, doble media. No hay caso: si la correntada de viento le mueve ligeramente la pollera, el frío se le cala en los huesos. Esperar el bondi a las seis y media de la mañana así es una tortura. Los únicos días que la cosa se hace llevadera son los martes y jueves, porque tiene educación física. Abajo del jogging se pone una calza térmica que cumple de maravillas su función. Hoy decidió usarla aunque sea lunes.
Piensa que quizás su audacia pase desapercibida. Que ni la portera, ni la preceptora se van a dar cuenta del desacato con el que decidió taparse las piernas para no morirse de frío mientras espera el colectivo y, de paso, no soportar las miradas que el colectivero le echa todos los días. Pero, al llegar a la puerta de la escuela, la preceptora la mira de arriba abajo y le pregunta por el uniforme. Ella le dice que se muere de frío en pollera.
-Si te dejo entrar así a vos, tengo que dejar entrar así a todas… -responde la preceptora y le pide que espere a un costado mientras terminan de entrar sus compañeros. Camila los mira, con sus pantalones de vestir, largos hasta el piso, debajo de los cuáles pueden tener calzones largos o, por qué no, una calza, como ella.
Finalmente, después de cambiar unos mensajes con la directora, la preceptora le comunica a Camila que va a tener que volver a su casa a cambiarse. Que solo puede ingresar con el uniforme reglamentario. Que, en esta escuela, no se admiten mujeres de pantalones.
II
A Germán le encanta la clase de Gimnasia. La pasa buenísimo corriendo por el patio, jugando con sus compañeros al fútbol, a la mancha, o a saltar unos obstáculos que ponen para que ellos hagan piruetas.
El profe es bueno, pero a veces se enoja y grita. Especialmente cuando patean las pelotas de handball. Germán aprendió de un grito que sólo se pueden patear las pelotas grandes, blancas y negras, y que las chiquitas son para tirar con la mano.
Hoy es día de obstáculos. Tienen unas telas azules que hacen de agua, y el profe les explica que tienen que pasar por abajo.
-Lo van a hacer en dos equipos -dice con su voz ronca-. Las nenas van a ser sirenas y los varones, tiburones.
A su alrededor, los demás festejan. Sus compañeros hinchan el pecho, orgullosos. Uno hace músculos con el brazo, otro muestra los dientes. Se largan a correr por los obstáculos y hacen ruidos con la boca, como imaginan que hacen los tiburones. Germán se queda quieto. No le gustan los tiburones: los vió en la tele una vez y le dieron mucho miedo. Cada vez que se mete en una pileta tiene que mirar para atrás, para asegurarse que no hay ningún monstruo dientudo a punto de devorarlo. Es su turno de pasar. Mira al profesor: está parado en su lugar, inmóvil.
-¡Dale, Germán! –le grita.
-No quiero ser tiburón -responde él después de una pausa-. No me gustan.
-¡Pero están re buenos los tiburones!
-¿No puedo ser sirena?
El profesor lo mira serio, como si acabara de patear una pelota de handball.
-Apuráte, dale, que tiene que pasar el resto.
Germán corre dentro de la tela. Cierra los ojos e intenta no pensar en tiburones. Se agacha para pasar por debajo de una tarima y mueve la cola, como una sirena.
III
María no puede concentrarse en la clase de biología. Su cabeza está en otra parte: está decidida. Quiere hacerlo, y quiere que sea con Javier. Le gusta su cara, sus brazos y el modo en que el bulto se le marca cuando se sienta al lado de ella. Todas sus compañeras ya tuvieron experiencias. Siempre que se juntan en la casa de alguna, hablan de esa sensación, del ardor entre las piernas, de lo lindo que es dejarse llevar. «Al principio duele, pero después te acostumbrás, y te gusta…», le explicó Raquel, su mejor amiga.
Javier no es su novio, pero tampoco parece mal pibe. Está segura de que él tampoco estuvo con alguien antes: se lo contaron sus amigos. Se imagina que entre los dos pueden explorarse despacio, con cuidado.
Después de la clase de biología, piensa decirle de verse el fin de semana. Sus papás se van el sábado. María se imagina invitándolo a ver Netflix a su casa. Pero algo de lo que la profesora dice le llama la atención. Habla de «enfermedades de transmisión sexual». Dice que el SIDA todavía es peligroso y que por tener relaciones una sola vez, cualquiera puede contagiarse. Habla también de sífilis, gonorrea y hepatitis. Muestra imágenes de mujeres con callos en la boca y hombres flaquisimos, como chupados hacia dentro. Cada palabra que la profesora dice la hace temblar.
-Pero… hay métodos para que eso no pase -la desafía Raquel.
-Para hablar hay que levantar la mano- recuerda la profesora-. Y no, Gutiérrez. Hay enfermedades que se transmiten por saliva. Así que, si estás pensando en el preservativo, olvidate. Salvo que te pongas uno en la boca…
El grupo de varones en el fondo se ríe. «Ésta metete en la boca», dice uno por lo bajo. La profesora sigue hablando, sin prestarles atención. Si una persona se acuesta con otra -explica-, es como si se acostara con todas las personas con la que esa otra persona se acostó. Habla de la importancia de la confianza y el matrimonio para hacer ese tipo de cosas.
-Pero ustedes son chicos todavía. Estas son cosas de grandes. Acuérdense: el sexo no es algo con lo que jugar, menos si no quieren asumir las consecuencias.
Suena el timbre. María sale del aula sin mirar a Javier.
***
Quienes crecimos sin ser el pibe simpático, deportista, ágil o con guita, sabemos lo cruel que puede ser la escuela. Quienes estuvimos incómodos con nuestros cuerpos o sufrimos agresiones por nuestra orientación sexual o por no parecernos al ideal de mujer o varón que la sociedad espera, sabemos los dolores y las marcas que pueden quedar por las burlas de compañeres. Insultos por ser gorde, pobre, mariquita, marimacho… vimos de todo en los años escolares.
Para combatir éstos y otros tipos de violencias, el 4 de octubre de 2006 se sancionó la ley de Educación Sexual Integral (ESI) en Argentina. Ésta prescribe que las escuelas de nivel inicial, primario y secundario incluyan una educación sexual que sea sensible a todas las dimensiones de la sexualidad. Lo que implica no solamente aspectos biológicos, sino también afectivos, sociales y culturales.
Hace 16 años que las escuelas argentinas, con errores y aciertos, vienen construyendo marcos para acompañar la singularidad de cada estudiante en su crecimiento y desarrollo, educando no solamente en mecanismos anticonceptivos, sino también en el ejercicio de derechos, en la importancia de la no discriminación y en un enfoque que ponga en valor todo tipo de diversidad.
La ESI se propone disputar la perspectiva «bio-médica» imperante en la educación sexual tradicional. En ese sentido, quiere dejar de comprender a la sexualidad como algo peligroso, de lo que hay que cuidarse, y realza el enfoque de cuidado del cuerpo y del disfrute. Habilita a docentes a hablar con estudiantes de diversidad sexual y de género, de derechos identitarios, de diversidad vincular y de los cuidados necesarios para poder disfrutar de una sexualidad plena. También nos invita a prestar atención a distinciones estructurales que se producen entre identidades, en las violencias que estudiantes ejercen entre sí, en las necesidades específicas de cada quién y en los modos que tenemos de dirigirnos a elles.
Como docente, hace muchos años que implemento ESI en mis clases, pero también formo docentes para que puedan implementarla en las suyas. La ESI puede aparecer en todos lados en una escuela: en clase de Biología, de Educación Física, Filosofía o Historia. Pero también en Jardín de Infantes, al explicar a les niñes que hay partes del cuerpo que ningún adulto debería tocar o en los primeros años de primaria, hablando de la importancia de decir lo que sentimos si algo nos pone incómodes.
Las historias que acabamos de leer son mentira, pero también son verdad. Cambian lugares y nombres, pero las escuché en varias oportunidades. Todas, a su manera, sucedieron en las escuelas argentinas, antes e incluso después de la sanción de la ley de Educación Sexual Integral. Episodios como éstos se cuentan año a año en los talleres de formación en ESI, por docentes frustrades, cansades, pero con ganas de vislumbrar otros desenlaces posibles.
Aún nos queda mucho recorrido por delante. Cada tanto vemos reaparecer perspectivas machistas, misóginas, homofóbicas o transfóbicas dentro de la comunidad educativa: en boca de familias, estudiantes, docentes y directives. Pero lo cierto es que, gracias a la ESI, hace 16 años que les docentes elegimos hablar de estos temas con estudiantes -por supuesto adaptando y pensando los contenidos para cada edad y grupo-, y tenemos un paraguas en el que ampararnos para hacerlo. Quizás algún día podamos construir una escuela donde no haya chiques que se sientan soles o desoídes, como Camila, Germán y María.
Ilustración: Lu Libertina